Ambiciones

Ambiciones.

El verano siempre me hace pensar en las ambiciones de la vida, las mías, las de otros. La ambición no es más que un término, un querer, sin más dilación, latente, teniéndolo claro. Un querer, porque cuando el querer trasciende en el no poder, ya no se llama ambición, sino frustración, y de esa, hay mucha.
Pienso en mis ambiciones mientras tomo una clara en un puerto levantino. El sol se pone, deja un escenario precioso. La gente hace fotos, discute de banalidades con dudoso hincapié. No hace tanto, nos limitábamos a comentarlo, a saborear aquello, o tal vez no. Perdemos mucho tiempo idealizando el pasado, recordándolo a nuestra manera. De pronto, viene esa imagen, absurda, perdida y clara como la cerveza que hay sobre la mesa. Son mis ambiciones, las de escribir, las de tallar palabras con ganas y deseo; anhelo de hacer una vida, de vivir de lo que haces. Después me imagino en una llanura, en un secarral, árido, muy de aquí, seco, muy del levante. Pega el sol con fuerza, no hay nadie a mi alrededor. Estoy junto a un viejo Seat 600 que trato de arrancar. A veces, la mente nos habla de un modo que ni siquiera somos capaces de entender. Me considero parte de ese grupo que no hace mucho caso a lo que dicta la mente, siempre que puede y no se deja llevar, claro. La mente es arrojadiza, manipuladora, y por qué no, casi siempre, bastante hija de perra. La mente no siempre habla claro, y muchas veces, repite lo que ha dicho la psique de otro. Así que le pregunto sobre el 600 y qué tipo de ambición de mierda es esa, pero no responde, y se va a otra cosa.

Me resulta interesante que el yo más profundo responda a esas cosas cuando le hablo sobre ambiciones. El mundo que me rodea parece tenerlo todo más claro, parece haberse puesto de acuerdo, sobre las ambiciones que debo tener, cómo debo pensar y a quién debo votar. Desgraciadamente, la mente, que es el motor de empuje de mis días y mis noches, no es capaz de darme nada más conciso. Termino la cerveza, los barcos se mueven, siento que me burbujea la cabeza, pido la cuenta, el camarero se olvida, llamo a su compañero y vuelvo a casa dando un paseo.
Arrastro los pies hasta la puerta y me detengo. Jamás había encontrado tanta belleza única en un 600.