Calles

Una de las cosas que adoro de vivir en un pueblo costero es que apenas encuentro gente durante el año. Como en muchas partes de la costa mediterránea, una vez el verano termina, la población disminuye dos tercios, dejando calles vacías, parcelas descuidadas en las que crece la maleza, gatos salvajes y gaviotas que campan a sus anchas.

Fue mi decisión la de venir aquí, a quince kilómetros de las ciudades más cercanas, a la soledad del invierno húmedo. Y no me arrepiento. Sabía que, junto al silencio, encontraría la fuerza necesaria para concentrarme en mi escritura, en mi día a día.

Atrás dejaba cuatro años en una capital de país, en cientos de viajes en autobús, en el ruido del tráfico, en la conducción nocturna. Toda mi vida había sido un romántico borracho de nostalgia. Y lo sigo siendo pero, para entonces, le había perdido el encanto a todo aquello de sentirse especial en una gran ciudad.

Ni yo lo era ni quienes me acompañaban tampoco. Ni me enamoraba por los rincones ni tampoco me bebía la vida cada sábado por la noche.

Reconozco que, al comienzo de mis veinte, cuando era más crío, me entusiasmaban los lugares poblados, las urbes de gran tamaño y los rincones desconocidos. Pero el tiempo nos cambia, nos hace más rezagados y las experiencias nos enseñan a que cada vez nos importe menos todo.

En mi caso, he aprendido a encontrar la belleza en la rutina, en las calles poco transitadas y en esos lugares que sólo pertenecieron a la infancia. He aprendido a disfrutar de lo alcanzable, a enfadarme menos y a olvidarme de las vidas perfectas de otros.

Resulta paradójico que tantos años fuera me hayan servido para conectar con unas raíces que tenía olvidadas, un lienzo que estaba por terminar.

Hace poco, un amigo me decía que lo más importante era cómo te sintieras tú en el lugar donde vives.

Mientras hoy algunos corretean por las calles buscando el éxtasis que les lleve al siguiente nivel, yo camino tranquilo, a favor de una buena compañía, una conversación agradable y un motivo para brindar que seguimos vivos que, demonios, me sobran en las manos.

Tener una vida tranquila, rodearse de buenos momentos, ser feliz. Tres cosas que no cuestan más que el teléfono que llevamos en el bolsillo.