Cantando victoria

Sentado en el interior del coche, el hombre de la radio hablaba sobre la tormenta que estaba por llegar. Frente a mí, una hilera de vehículos aparcados en paralelo y un paisaje desolador: asfalto, bólidos que pasaban como fotogramas de cine y fachadas manchadas. Abrí la guantera en busca de un disco cuando vi a aquel tipo por el espejo retrovisor del copiloto. Un hombre con gorra y cigarrillo pegado al labio inferior, daba ligeros pasos en línea recta. Lo seguí con la vista hasta que llegó a la esquina. El hombre de la radio seguía hablando de la tormenta que no todavía no llegaba. Loco, curioso y aburrido, arranqué el viejo escarabajo negro y me dispuse a seguir al hombre convertido en espía. Deduje que tendría unos cincuenta por su rostro, bastante deteriorado, y que, también, estaría en el paro, por su forma de vestir. ¿Alcohólico? No sé, tal vez, quién sabía. Me gané varios bocinazos ajenos cuando el susodicho apagó la colilla y se metió en un Tesco. Sigiloso, metí el coche en el aparcamiento y me metí en la tienda. Fue un momento extraño, pues me sentía orgulloso por haberle dado esquinazo, sin que se diera cuenta de que lo estaba siguiendo. Entonces sonó el teléfono. Era ella, mi señora. La pantalla del teléfono retroiluminada, la vibración de los cojones. Me sentí fatal, por varios motivos, los cuales, no podía explicarle.
No contesté y me guardé el teléfono. Ya no estaba orgulloso por nada, sino todo lo contrario. Maldita sea, la llamada me había sacado del trance a porrazos.
Me preguntaba qué hacía allí, repetidas veces, si estaba loco o si aquello era normal. Comencé a hablar conmigo mismo.
Tranquilo, tranquilo, me decía a mí mismo, nadie sabe lo que estás haciendo.
Ni siquiera yo.
De nuevo, el hombre de la gorra se cruzó por delante de mí, de las barras de pan y los donuts. Después se detuvo y me giré rápidamente, fingiendo interés por una caja de barritas de pescado congelado. Con el corazón a mil, lo seguí, con bravura, porque estaba harto, quería saber qué hacía allí, que iba a comprar. Todos escondemos pequeños secretos en las cestas de la compra. Las cestas de la compra hablan por si solas: si somos pobres, borrachos, solteros, oficinistas; si vivimos con nuestros padres, solos o con nuestros abuelos; si tenemos perro, gato o un ratón; si nos importa el físico, si nos obsesiona, si nos da igual todo; si tenemos aptitudes culinarias o si quien la sujeta ha venido a robar.
En el mismo pasillo, podía ver su espalda, estaba todo bajo control, sólo tenía que actuar con calma. Estaba tan cerca de mi recompensa que la excitación derivó en descuido y un bote de pepinos cayó al suelo haciéndose añicos, llamando su atención.
Estaba acabado, me iba a descubrir.
Salí corriendo del supermercado, estaba lloviendo, la maldita tormenta había llegado y me acordé de cada uno de los familiares del locutor de la radio. Mal augurio, pensé. Calado, entré en el coche, humedeciendo la tapicería, arranqué y conduje hasta casa.
Por el espejo retrovisor vi al tipo, sonriendo, victorioso, con una bolsa de plástico opaca que me impidió ver su contenido.
—Has salido victorioso, cabronazo —dije en voz —. La próxima vez no tendrás tanta suerte.
Entré en el rellano, llamé al ascensor y una vecina hizo un comentario jocoso y poco apropiado sobre el temporal.
Al abrir la puerta del apartamento, mi amada estaba viendo la tele, malhumorada por no contestar a sus llamadas.
—No te lo vas a creer —dije y arranqué una sarta de mentiras encadenadas, una tras otra, que ni yo mismo creí —: El caso es que el de la radio se ha puesto a hablar, la tormenta ha llegado, el teléfono pierde señal y mira. Como una sopa.
No tragó, no.
Avergonzado, fui a la ventana, silencioso y miré al patio. Vaya, vaya, a quién se le ocurre, pensé, no tiene ni pies ni cabeza.
Y de pronto, la tormenta dio paso a un sol primaveral y allí estaba él, con su cigarro pegado al labio inferior, las manos agarradas por detrás, mirando hacia arriba, cantando victoria.