Ciudades

El reflujo de nuevas sensaciones me acompaña cuando voy a dormir cuando ese vecino anónimo toca el ukelele de madrugada, en algún lugar del edificio.

En tan sólo un año en la costa, junto a la calma -y soledad- del mar, he olvidado lo que suponía vivir en una ciudad grande. De nuevo, se repiten las imágenes que había dejado atrás en Varsovia.

Los famosos cruzan las calles clamando anonimato y una vida normal, mientras que el resto busca la foto que le catapulte a la fama.

Jóvenes que lloran en un portal con el corazón roto y manifestaciones de amor en los parques antes de que el verano termine y el otoño se apodere de sus cuerpos.

Instantáneas que no me afectaban, puesto que mi condición de extranjero me colocaba en una posición neutral, en un personaje ajeno a los acontecimientos, a pesar de llevar una vida de autobuses y tranvías muy similar a la de todos, ahogado por el ritmo del tránsito laboral.

Y, aunque aquí no es muy diferente, quizá la experiencia de los últimos años me haya hecho ver las cosas con otro prisma, con un brillo de más intensidad.

Quizá la condición de no tener que pasar por una oficina me haya concedido el privilegio de pararme a pensar y reflexionar, como ese tipo con el que chocamos de camino al trabajo.

En el fondo no importa donde vivas, sino cómo lo vivas. Quejarse sin hacer nada por el cambio es otra forma de acomodarse.

Las ciudades grandes no nos comen. Son sus habitantes quienes nos drenan. Somos nosotros quienes nos convertimos en nuestro peor o mejor aliado.