Cristales

Me bajé del coche y vi a unos tipos merodeando en el aparcamiento del supermercado. Había visto esos rostros antes, las mismas vestimentas, la miradas ausentes de miedo.

Siempre temía lo peor, aunque nunca pasaba nada.

Me encontraba un pueblo a una hora y pico de Varsovia. No recuerdo bien cómo de lejos estaba, pero la carretera había sido un desastre.

Entré en la tienda, uno de esos almacenes que está a las afueras y me introduje en uno de los infinitos pasillos que llevaban a la sección de conservas. Notaba las miradas entre los tarros de cristal. Cuando me giraba, no había nadie. No era miedo, tan sólo la sensación de ser observado. Me había acostumbrado a ella, a que me miraran con curiosidad.

En el fondo no era yo quien temía lo desconocido.

Siempre me pregunté por qué las personas somos tan descaradas al mirar a otros y tan tímidas al decir lo que pensamos. Los gestos hablan más alto que las palabras.

 

Con el tiempo, me di cuenta de que esa sensación la arrastraría para siempre. Cuanto más tiempo pasaba fuera, más desapegado de un trozo de tierra me sentía.

Somos de donde somos porque un trozo de plástico nos lo indica, porque nos dieron la (afortunada o no) oportunidad de crecer en un lugar, como si una parte de ese lugar nos perteneciera.

La política territorial es tan instintiva y natural como el territorio marcado por una manada de lobos, por mucha lógica contraria que se quiera emplear. Esas miradas nunca desaparecen.

El problema llega cuando uno de los lobos se pierde, sobrevive y se vuelve solitario.

Salí de allí, pagué por el pan y las cervezas que había cogido y le regalé una sonrisa a la cajera, que fue la única que me trató con indiferencia. Después conduje hacia mi casa, por llamarlo de alguna manera, si es que existía algo así.

Viajar un fin de semana a otro lugar no te abre la mente. Pasar dos años en una residencia de estudiantes en el extranjero tampoco.

Tener hambre, perderte en un barrio frío y desangelado que desconoces y sentir el peligro en tu sien, tampoco, pero te despierta el instinto de supervivencia.

El valor de tu existencia, de tus planes de futuro y ese coche lujoso con el que siempre habías soñado desaparece y todo lo que importa es salir airoso de un posible cuerpo a cuerpo.

A partir de cierto momento, de ciertas acciones, tu casa eres tú y debes cuidar de ella.

Han pasado los años, ahora en el supermercado tienen otras caras y los carteles de los productos están en español. No me importa la gente que me rodea, ni me fijo en su forma de mirar. Se supone que formo parte de esto, que debo sentirme amparado.

Todo queda tan lejos como que los recuerdos aparecen en ocasiones contadas.

Espero en la cola y escucho una conversación que hay a mi espalda. La calma, el aburrimiento, la desidia porque la cola no avanza. Por el acento auguro que son de una provincia del sur.

Me giro y veo a las dos chicas que hablan.

Y aunque la conversación no tiene importancia para mí, observo en sus ojos que el cristal todavía no ha sido roto y que puede que nunca llegue a estarlo.

Me cuesta recordar cuando era así.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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