Efervescencia

Preparo café, tuesto un poco de pan del que sobró ayer y vierto aceite de oliva sobre él. Rutinas que llevan vidas bajo mi piel. Herencia y tradición. Me viene a la mente la chica rusa que se reía de mí, unos años atrás, mientras desayunaba en mi cocina.

Algún día pagarás por ello, guapa, le dije.

El sol calienta la trufa del perro, que duerme plácidamente en el sofá.

La noche anterior me dormí pensando en cuándo habían dejado de interesarme las cosas que ayer sí lo hacían.

Además de los libros, recuerdo seguir a personas que escribían sobre la vida, sobre las suyas, sin más pretensión que la de contar sus experiencias sobre lo mundano, lo bello, lo simple.

En algún momento, todo eso quedó atrás, esas mismas personas dejaron de escribir o perdieron la frescura para convertirse en objetos de su propio deseo.

O quizá yo me aburrí de todo aquello y empecé a contar las mías propias con toques de ficción, porque era más divertido, porque siempre hay un momento en el que debemos dar el paso por nuestra cuenta.

Miro atrás con añoro, salgo a la calle a dar un paseo para que Pancho estire las piernas y siento el olor a salitre que desprende la playa. Por los auriculares suena Mac DeMarco, músico que escuchaba en Varsovia porque me hacía pensar en esa playa que veo ahora y que, paradójicamente, en este momento, me trae de vuelta a Varsovia.

La maldita nostalgia se nos pega como alquitrán a la planta de los pies.

Cruzo varias calles, doy un vistazo a la mayoría de apartamentos que están vacíos después de las vacaciones de Pascua y me cruzo con una chica que habla por teléfono en el portal de un adosado. Todavía siento en su mirada esa subida de tensión, propio de la década que viene por detrás. Ella habla, nos miramos, sonríe y empiezo a comprender lo que está pasando. El de la galaxia lejana soy yo, no ella, que vive el momento, su ahora más personal, guiado por la moda, lo que suena, lo que le mantiene viva.

Hace diez años yo era otro y vestía de otra forma. He pasado de vestir como un payaso a convertirme en otro payaso descolorido a ojos de la juventud. Lo más rebelde en mi apariencia es un roto del pantalón, fruto del desgaste.

Ahora comprendo por qué hay quien, a los cincuenta, tiene una crisis, se divorcia, compra un coche deportivo y se enamora de una persona mucho más joven. Ahora comprendo a esos hombres de barba cerrada y cabello teñido, bronceados y vestidos como los chicos de la tele.

Lo comprendo ahora, casi a los treinta, con un zapatazo en la cara. Está todo escrito en la mirada de esa chica.

Y es que es entiendo que persigamos el elixir de la juventud, la vitalidad, la efervescencia de sensaciones; el volver a sentir de nuevo por primera vez algo.

Querer lo que ya hemos tenido, sin caer en la cuenta de que nada sabe igual por segunda vez.

Hay quien no acepta envejecer, como muchas otras cosas.

No obstante, no es para mí. No echo de menos emocionarme con cada experiencia, pues esas emociones no siempre fueron fáciles de digerir. Hoy disfruto con otras.

Quizá sea de los que se fijan en los detalles, de esos que piensan que las arrugas son los capítulos de tu propia historia. Tal vez a esa edad era incapaz de ver el mundo tal y como lo veo hoy.

Aceptar lo que somos y por qué somos así.

Que no existe mejor instante que ahora, para lo que sea que hagamos, para cambiar, para sentir de nuevo o para seguir haciendo lo mismo y que contentarse con seguir vivos, que no conformarse, es la mejor forma de dormir con la conciencia tranquila, encontrar belleza donde no veíamos, aprender a dejar marchar lo que ya no nos pertenece y, de paso, ahorrarnos el dineral del curso ese de ‘mindfullness’ que nos recomienda la profesora de yoga.