El día más largo del año

Parque Pole Mokotowskie (Varsovia). Foto propia

Una semana de altibajos, de subidas y bajadas, de temperaturas máximas y tormentas de verano. Salir de casa, Gran Bretaña sale de la Unión Europea, salgo de fiesta, de bares, de terrazas. Calor. Bufandas que representan a un país que te acoge, pero que no es el tuyo. Termino de trabajar, he salido antes y cargo un maletín negro conmigo. Visito a mi peluquero en el Harlem varsoviano, me quita algo de pelo, compartimos diferencias idiomáticas, dejándolas fluir sin prejuicio alguno, lo hacemos bonito; escuchamos buenas rolas (como dicen en México) y compartimos la mañana, el sol, las singularidades, las ocurrencias de las chicas que se paran a mirarnos al otro lado del cristal. Él es padre, tiene hijos, mucha carretera y un negocio. Nos une el rock y la amistad. Tengo un amigo que me entiende. Hace calor de pelotas. Me despido, cruzo tranvías, recojo a A. en el metro, no la veo, me confundo, nos encontramos en el vagón, sincronizados, como en una escena de Lost in Translation. Hace calor, dziewczyna. Cruzamos el laberinto subterráneo de la estación central de trenes: gente que espera al suyo, viajeros directos al infierno, hombres en sandalias y calcetines blancos; hombres sin camiseta, sandalias y calcetines blancos. El calor nos convierte en seres despreciables. Me preguntan por qué siempre llevo camisa, yo respondo que por qué no. Salimos a la entrada del Marriot, hay coches de lujo, mujeres que miran las pantallas de los teléfonos. La gente camina y mira su pantalla. Un ciclista idiota casi nos atropella por no mirar. Ni se disculpa. Maldigo su pellejo, después me calmo. Si vas a odiar, hazlo con razón. El cielo raso, azul, Varsovia está bonita en verano. Le cuento a A. lo del Brexit. Nos aborda un grupo de turistas británicos, pasamos una tienda British y después vemos a otro grupo de británicos bebiendo cerveza en un bar irlandés. Casualidades, o tal vez no, o tal vez hayan huido todos de Gran Bretaña a Varsovia para beber cerveza. Le digo a A. que no nos afecta porque a nosotros nos gusta el calor, el caló, y allí no tienen de eso, pero que si quiere comprar algo en internet, es un buen momento.

Ella mueve con gracia las finas piernas blanquecinas y yo sudo la gota gorda pensando en el partido de España contra Italia. Paramos en un restaurante del centro, de la zona moderna. Se está bien. No hay nadie, sólo dos ingleses bebiendo cerveza. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvimos. Ha pasado un año. Me empiezo a mosquear.

Pedimos ensaladas y cerveza. Más cerveza. Me oculto en unas Wayfarer negras que conservo desde los años del punk rock. Soy un niño maldito en un restaurante de modernos, de ‘grupis’, de artistuchos, de personas que no pertenecen a mi mundo, porque a mi mundo pertenezco yo, sólo yo, y ella también, y un perro labrador de color vainilla que deseo desde los doce años y que todavía no tengo. Un chico con rastas y una chica morena se sientan en una plataforma detrás de A., piden una cerveza y él escucha música en sus auriculares. La observo a ella, calculo sus movimientos. Son mayores que nosotros. Ella se aburre. Le hablo en español a A. porque en polaco nos entienden y le pregunto si sabe quiénes son. A. dice que no. La chica lo admira pero él parece un cretino. Estamos de acuerdo en dejar buena propina al camarero por haber sido tan amable con nosotros. Parece nuevo, y se pone nervioso cuando habla con A. porque es bella. Le falta seguridad, aunque parece buen chaval. Salimos de allí, le doy las gracias, vamos dando un paseo hasta el final de la calle. El cielo sigue azul, la luz anaranjada, alguna nube perdida y una brisa caliente que me transporta a la costa mediterránea, a casa, a las cafeterías del puerto. Un perro tumbado pide auxilio con la mirada, tres señoras cuarentonas con el rostro hinchado beben en la calle. Una de ellas me clava la mirada, fuma un cigarro, está borracha, es alcohólica, se te ha corrido el rímel, kobieta.

Caminamos hasta Pole Mokotowskie, un parque de 65 hectáreas verdes con un lago artificial. En el suelo hay citas grabadas de Ryszard Kapuściński. Le digo a A. lo poco que me gusta Kapuściński. A. escucha y no dice nada. Le he contado la misma historia millones de veces y ella me quiere tanto que todavía muestra interés al escucharla. Que sí, A., que yo no tengo nada en contra de este hombre, pero es que me metieron a Kapuściński en la facultad con cuchara, le digo. Ella se ríe.

A. sabe cómo calmarme incluso cuando estoy tranquilo así que coge mi mano y sonríe. Saco el teléfono y tomo una foto a contraluz. Es horrorosa pero la guardo, es para mí. Caminamos hasta el lago. Hay perros, pero no veo ningún labrador. Todos beben cerveza caliente, todos toman el sol sobre el césped, encima de las toallas. Muchos hombres no llevan camiseta, no les importa, es verano, recuerdo que, con el calor, somos seres asilvestrados. Un nadador en el lago artificial. Los perros en el agua. Los vagabundos encuentran pepitas de oro en las papeleras. Patinadores musculosos bajo el sol, marcando paquete en sus mallas de corredor. Quiero borrar esa imagen repugnante de mi memoria. Pienso en algo bonito, rápido, en los perros, miro a A.

El sol da en su rostro. Qué calor, ¿verdad? Rodeo a A. con el brazo y beso su mejilla. Toco su piel delicada. Ella sonríe. Hablamos de la vida, de la gente. Otra vez y digo no sé qué mierda de los libros. Me cuesta parar la cabeza. Le digo que no quiero regresar a casa, hoy no. Ella asiente y coge mi mano. El hombre sin camiseta se viste de nuevo. Empieza a caer el sol pero hoy es el día con más horas de luz del año y todavía tengo muchas cosas que ordenar en mi cabeza. Ay, la cabeza. No quiero pensar, estoy agotado. Hace cinco años me estaba emborrachando en una playa, saltando una hoguera, conquistando Alicante. Hoy no soy más que esto, a tres mil kilómetros del fuego, y me sobra.

Finalmente, una brisa de aire me despierta. A. me mira. He estado aquí antes, hace un minuto, hace un año. Ya he vivido este momento, era diferente, yo era otra persona. Resulta difícil comparar recuerdos cuando se es consciente de que jamás serán los mismos. Cada momento es imperceptiblemente único. La rutina sólo es una fotocopiadora en apariencias. En mi recuerdo somos nosotros, diferentes. En mi recuerdo no somos nosotros, los de hoy, sino otras personas, más jóvenes.

Entonces me doy cuenta de que A. sigue, una vez más, esperando a que termine la frase, a que le dé una respuesta. Sonríe y me pregunta con un dulce acento en castellano: “¿A dónde vamos?”. Contigo, a donde quieras, guapa. Sabe que me tiene, que me ha ganado desde hace tiempo, pero no se lo digo y le contesto que adonde quiera menos a casa. Me duelen los pies, estoy cansado. Salimos del parque. Veo personas, después cervezas. Pienso en cerveza. Hace calor. Esta noche quiero ahogarme en una de ellas, perder presión, dejarme caer cuesta abajo.