Embeberse

Todo lo que aprendes se demuestra algún día.

Me pongo los zapatos y cruzo el portal.

Perros y dueños, chicas bellas y hermosas que aún llevan ropa de verano porque el calor que hace en la ciudad se resiste a dejar paso al otoño.

Echo de menos a mi perro y, cuando pienso en él, me pregunto si él sentirá lo mismo.

Sonrisas, pantallas de teléfono y un panorama que no recordaba. Deslizo los pies calle abajo saludando a los últimos rayos de sol mientras cientos de parejas se abrazan al mismo tiempo en lo alto del Templo de Debod.

Hombres con trajes y rostros serios.

Chicas rebeldes con ganas de bailar. Me sumerjo en el metro y huele a juventud, a cansancio, a amor, a corazones rotos.

Siento las miradas que se cruzan al pasar, las sonrisas tímidas que entrego de vuelta y me quedo con el perfume femenino que me embelesa cuando las puertas del vagón se cierran.

Respondo a un mensaje en el teléfono y esa desconocida me mira con un brillo particular.

Una voz habla por megafonía y tengo que marcharme.

Mantenemos el contacto, le digo en silencio que no se preocupe y que seré su chico del metro.

Abandono la estación y ya me he olvidado de todo, de ella, de mí, del calor, de llegar tarde y el bullicio, las carcajadas, el ruido de vajilla de los bares.

Camino lento, pero seguido.

Cada persona es una historia que se escribe, una canción que suena, un cuadro sin acabar.

Con frecuencia me preguntan de dónde saco la inspiración.

Yo no tengo inspiración, sólo me embebo de vida.