Encajes

En ocasiones nos planteamos si algún día llegaremos a encajar en el entorno que nos rodea. Es una pregunta frecuente, pensando que estamos hechos para vivir en manada, en sociedad.

Puede que, años atrás, esa fuera una constante en mi día a día, pero ya no importa. El mundo es demasiado grande para decir que no encajamos en él. De hecho, somos parte de él.

Que hayamos nacido en un lugar, no significa que debamos quedarnos en él para siempre. Es importante abandonarlo, cruzar fronteras y regresar, tiempo después, para tomar distancia y entender por qué somos quienes somos.

Supongo que, lo más complicado, es hacer frente de forma pacífica y férera al maniqueísmo familiar que mamamos de pequeños y que, a su vez, está influenciado por los dogmas de la sociedad.

Es decir, plantarle cara a lo que está bien y mal, a las verdades absolutas de otros y a lo que más nos conviene desde el punto de vista de una autoridad impuesta.

Vivimos en un momento en el que el éxito se reparte en una baraja amplia.

Un momento en el que, gracias a la realidad distorsionada que nos ofrecen las plataformas mediáticas, saltarse la pirámide de Maslow parece pan comido.

Un momento en el que tu reputación se mide en números de seguidores o en el total de cuenta corriente, sin ir más hacia dentro.

Y luchar contra esto último, puede ser desvatador si te tomas la vida con seriedad.

De joven, buscaba diferenciarme, ir contra lo establecido. De adulto, encajar con la multitud para acallar los ladridos.

Sin embargo, con el tiempo, también he aprendido que no hace falta cargar el rifle y mostrar los dientes, que existe otra vía y que hay un poco de luz si sabemos mirar.

Soy un antagonista de lo común y no por ello vivo entre rejas. Tampoco me considero mejor, ni peor. Somos lo que somos y forzarnos no va a cambiarlo.

Escucho jazz en 2018, leo libros, no voy al cine, visito bares de barrio, tengo interés por lo añejo y no me interesan los grupos de moda ni los festivales. Y tampoco tengo sarna al entrar en un lugar donde ponen reguetón y no me siento pequeño en las ciudades grandes.

Llega un momento en la vida en el que la importancia del todo es relativa. Y es entonces cuando disfrutas del silencio, de tu compañía, del despertar por las mañanas con y sin compañía, de las victorias de otros, de que a tus amigos y familiares les vaya bien porque se lo merecen, y sólo deseas brindar, levantarte, reír y rodearte de momentos que sólo se fotografían en tu memoria.

Por tanto, mejor liberarse de toda esa mierda preconcebida que dicta lo que tenemos que ser o dónde debemos estar, llena de prejuicios y de divisiones, que no hace más que generar ansiedades, complejos y frustraciones.

Como alguien me dijo alguna vez: “si sabes divertirte, no te preocupes a donde vayas, porque la fiesta irá contigo”.

Si aprendemos a aceptar de dentro hacia fuera, sin buscar validación externa, pronto comenzaremos a encontrar belleza donde antes veíamos oscuridad y a aceptar e ignorar las nimiedades.

O mejor, como dice la canción, a vivir que son dos días.