Felicidad

 

Estaba rota, me dijo cuando la escuchaba pegado a la barra, sobre el taburete. Di un trago al botellín de cerveza y la miré con curiosidad. ¿Quién no está roto?, le dije, ese es el problema de esta generación, quizá de todas, yo tampoco tengo todas las respuestas. Pensar que somos únicos, diferentes, eso es lo que nos rompe. Y lo hará mientras sólo deseemos ser así para parecernos a otros, a los que están encima del resto.

En el fondo, todos buscamos un poquito de aprobación.

Santa estupidez, le pedí una copa de vino para que se le relajaran los nervios.

Debía de estar pasándolo mal, al menos, peor que yo.

El bar estaba atiborrado de otras tantas personas que se reunían para beber, arreglar el mundo y llevarse algo bonito a la boca. Le pude decir muchas cosas, que no se preocupara, que nadie es perfecto, que en la imperfección reside lo bello, lo genuino. Le pude decir que todo le iba a ir bien, mucho mejor que a mí, que menos es más y toda esa retahíla de positivismo que podía encontrar tecleando un poquito en internet. Pude decirle tanto que preferí no decirle nada, sonreír y ponerle la mano en el hombro.
— Me gusta la visión que tienes de la vida — añadió dando un sorbo a la copa de vino blanco — . Sólo quieres ser feliz.
— Pues claro. ¿Quién no quiere ser feliz?

Ella no supo qué responder.

Y ahí lo entendí todo.

Para mí la felicidad no era más que un estado, que iba y venía, al igual que la tristeza o la más profunda depresión. Un estado que nada tenía que ver con las monedas que guardara en el bolsillo, el coche o dónde viviera, sino todo contrario.

La felicidad no había que buscarla, sino sentirla y darle la bienvenida cuando estuviera cerca. Tarde o temprano, como todo en esta vida, se terminaría dando paso a otra cosa, qué sabía yo, como el día a la noche y el verano al otoño.

La felicidad era ese amor vacacional que no quieres que termine pero que sabes que pronto lo hará.

Seguimos hablando, la invité a otra copa y me pedí un segundo botellín. Al rato, ya se había olvidado de sus roturas y disfrutaba contándome sobre su vida en la ciudad.

Quizá no fuese feliz, jamás le pregunté, pero por un instante se había olvidado de lo que tenía que hacer para serlo.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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