Grados de separación

woman holding beer bottle on window

La ciudad ya no me parecía tan grande con el estómago lleno. Regresaba a casa paseando, cruzando Colón y dejándome caer por Alonso Martínez para llegar hasta mi bajada. La caminata comenzaba a resultar familiar. El Café Comercial ya no me sorprendía, ni tampoco saber que Fuencarral era una de esas calles. Bordeé la frontera de Malasaña, mirando hacia abajo, hacia la nada en la que se perdían sus calles en una tarde gris y nublada. Un avión cruzó el cielo y me paré a pensar. En ese avión iba yo, en algún otro momento de mi vida. En ese avión habíamos viajado todos alguna vez. Y lo mismo sucedía con los rostros desconocidos que pasaban por mi lado. Desconocidos para mí, familiares para otra mucha gente. Con calma, bajé por San Bernardo para callejear hasta la plaza de España. El paisaje cambia con mi recorrido, así como las tiendas, los bares y la gente que frecuenta estos. Pensando y pensando, me fijaba en las expresiones de los viandantes. A veces, me da la sensación de que son demasiado serias, como si se les debiera algo, como si mostrarse fuerte fuera un signo de algo. Lo he visto antes, en otras ciudades grandes. Sobre todo, en las capitales. Cuando me quise dar cuenta, estaba perdido. Había tomado una subida que no era la habitual y, aunque conocía la zona, nunca antes había pasado por esa calle. Decidí aventurarme, perderme por unos minutos -tarde o temprano iba a llegar a mi destino- y ver qué había por allí. Descarté todo establecimiento que albergara una palabra en inglés, que llamara cupcakes a las magdalenas y que tuviera muebles demasiado modernos. Me decanté por un lugar bastante minimalista, casi vacío y con poca gente. Sonaba jazz de fondo, supongo que una lista de Spotify, y caí en la cuenta de que no tenía barra en la que sentarse. Horror. Me acerqué al mostrador y pedí un café solo. La camarera tenía un rostro amigable, simpático. No era su primer día, puesto que se mostraba tranquila. Yo sólo quería un café que me sacara de la modorra de la digestión, y así olvidar el entrecot de buey que me había metido en el estómago.

—Ahora te lo sirvo —dijo.

—No hace falta. Si me lo voy tomar de un golpe.

—¿Lo quieres para llevar? —preguntó confundida. Qué carajos, pensé. La falta de un espacio, ya fuera de granito o de zinc, lo volvía todo más complicado. No quería un café para llevar, ni un vaso ridículo de cartón. Quería tomarme el café y largarme, sin sentarme en ninguna mesa. Me daba pánico quedarme dormido allí.

La miré de nuevo y su rostro me recordó a alguien. Quizá a una vecina, a una exnovia o a alguien con quien ya había hablado antes. Por su mirada, supe que estaba equivocado, pues no existía ningún brillo de complicidad, de decir yo a ti te conozco. Finalmente, con mi torpeza, le saqué una sonrisa. Por supuesto que habría sido más sencillo sentarme, tomarme el café y salir de allí, pero la sangre no llegaba a mi cabeza. Esperé a que lo sirviera, me lo tomé, dejé unas monedas y me fui.

No volvería por ese sitio. No por ella, ni por el café, sino por la ausencia de barra. Poco después me encontré de nuevo en la plaza de España. Territorio conocido. Suspiro de tranquilidad. Pensé en esa chica, pero su rostro se volvía difuso y lejano. Esa chica podía ser cualquiera: la del avión, la del piso de al lado, la de la cafetería o la misma que cruzaba con el rostro estirado. Dicen que existen siete grados de separación, como máximo, entre dos personas. Yo creo que existen menos y que la única separación es el miedo que tenemos a preguntarle el nombre a un desconocido.