Haz el favor de guardar tu historia 

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El bar de la esquina está abierto, a pesar de ser festivo, a pesar de que no haya nadie en su interior.

La Taberna del Príncipe, que así se llama, tiene los escalones vacíos, los taxistas han desaparecido y los chavales de la escuela de cine se han largado a sus pueblos. Entro, me pido una caña y miro a la televisión. Pienso en la tortilla de patatas que hay en la vitrina y en su muerte anunciada.

— Hoy me da que no voy a hablar con nadie — dice la camarera. Y qué, pienso yo. Uno se puede pasar días sin hablar con otras personas.

La mayoría de veces, no tenemos nada que decir y hablamos por llenar el vacío incómodo que queda entre las miradas.

Regreso a casa, saco al perro de paseo, llueve, pero no me importa demasiado. La calle está mojada, suena Neil Young por los auriculares y me transporta a un lugar remoto.

Nos hemos acostumbrado a compartirlo todo, hasta lo más banal, como este párrafo.

Nos hemos vuelto más solidarios que nunca por el mero hecho de sentirnos especiales y, sin embargo, estamos pagando el alto precio de desnudar nuestra intimidad ante cualquiera. Nos hemos vuelto más frágiles, creyéndonos más suficientes.

En cualquiera de mis textos es fácil ubicarme, aunque siempre voy armado con un perro que está dispuesto a defenderme.

Quizá es por eso que me siento tan ajeno a lo que sucede a mi alrededor, que mi empatía es nula en ocasiones con lo contemporáneo. No sé en qué momento mi camino y el de mi generación se desvió y los valores cambiaron para siempre, a pesar de haber crecido en el mismo momento. Y la conversación se transforma, me hace reír, pero es aburrida.

Por suerte, siempre queda suelta gente similar, con sus cosas, pero aparentemente similar.

Conoces a alguien, haces espacio en tu estantería y dejas que ponga su montón de argumentos sin haberlos juzgado antes. Eso sí, con una condición. A llorar a otra parte. Porque estás por encima de eso y has venido a divertirte. Nada más.

Vuelvo a salir para comprar vino. El de los ultramarinos está a punto de echar la persiana.

— Será un minuto — digo y agarro el cuello de la botella.

Pago, me largo y vuelvo a mirar el bar. Sigue abierto, vacío. A veces tengo la sensación de que antes de internet éramos más fuertes y teníamos más aguante. El misterio de lo oculto llevaba a la idealización de lo que no se veía y, por ende, acabábamos reflejándolo en nuestro carácter.

Ojalá las personas no lo compartiéramos todo.

Abro la puerta, empujo la estructura de hierro y me aseguro de que no entre nadie más.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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