Juventud

Bajando por el paseo mientras el sol se pone y el cielo se tiñe de un color violeta, me fijo en las palmeras que se mueven con la brisa marina y en un grupo mixto de jóvenes que patina por el carril bici, ellas encorsetadas en sus vaqueros de tiro alto y sudaderas anchas; ellos con chándal y pantalones ajustados.

Me froto los ojos y le digo al perro que se detenga.

Obediente lo hace y parecemos dos colgados solitarios en medio de la calzada. Pensaría que estoy en Santa Mónica, pero esto sigue siendo Santa Pola.

Internet ha roto fronteras, lo que antes era marginal hoy se vuelve popular por toda Europa y no hay prejuicios. Ellos son un ejemplo. El trap o lo que sea que escuchen, suena por el altavoz de sus teléfonos.

En el fondo, buscan la misma rebeldía que yo encontré en el punk en su día, las ganas de romper las reglas, aunque desconozcan cuáles son.

Pero ellos sólo son un espectro del arcoiris.

Pienso en el pasado y recuerdo lo extraño y absurdo que era todo. Desde siempre, la lectura era el tema tabú que nunca debías sacar en las conversaciones si no querías quedarte solo en cuestión de minutos.

Tal vez por miedo a quedar como un extraño.

Echo la vista atrás y observo con claridad lo primitivos que llegamos a ser de jóvenes, echando por tierra todo aquello que nos suponga una amenaza.

Y los libros, ese tocho de páginas, nunca lo han sido. Peligrosas eran las palabras que había en algunos de ellos, capaces de cambiar la manera de ver el mundo para siempre, si llegaban en el momento preciso.

Con los años, la efervescencia juvenil queda a un lado y empezamos a fijarnos en salarios, en comprar cosas que requieren esfuerzo -y seguramente no necesitamos-, y en el aparente lujo de las vidas de otros.

Lo que nos seduce de ellos, lo trasladamos a nuestras vidas, y no podemos comprender que exista algo mejor que conducir nuestro Mercedes hasta la campiña más cercana y disfrutar de una copa de tinto junto a una placentera lectura y algo de queso manchego cortado.

Sentirnos mejor con esa necesidad propia de alimentar el intelecto, aunque sea por un rato.

Pero ellos sólo son un espectro del arcoiris.

Con internet, la calle de una ciudad pequeña deja de ser una muestra de la oferta que existe para convertirse en una fiesta multitudinaria. Ya no hay quien dicte las reglas.

Se rompen las barreras, se rompen los prejuicios, y las personas se encuentran para hablar de libros, de música, deporte, jardinería, papiroflexia o cocina, sin frustración de no encontrarlo en su entorno. Al igual que yo encontré a mis lectores, al igual que me has encontrado aquí.

Y eso se transmite en los jóvenes de hoy porque desconocen el pasado.

Entender a otras personas y su modo de ver las cosas es como acudir a ese grupo de terapia en el que la historia del compañero te ayuda a aceptar la tuya.

La red es un océano infinito y la barra de Google el espejo al que preguntarle lo que deseamos encontrar. Seamos cautos con nuestras búsquedas antes de caer en los pensamientos obsoletos de quienes no tienen el valor para asumir la realidad.

Por tanto, aunque todavía quede mucho por cambiar y parte de la sociedad intente sabotear nuestro sistema de creencias con mensajes negativos, es importante no volver atrás, ser conscientes de que vivimos en un momento único y mágico en el que la distancia ya no es un impedimento.

Los límites los ponemos nosotros.

Nos encontramos en un momento el que las aficiones de cada persona, por poco comunes que sean, tienen cabida y público si se trabajan bien y, por tanto, la posibilidad de dedicarnos de por vida a lo que más nos gusta es posible.

Así que, hoy más que nunca, que nadie te diga que algo no es posible.