La ciudad no es lo que era

El otoño llega con frío, la bajada de los termómetros, sacar la Barbour del armario -y con ganas- y bajar el doble del pantalón. La ciudad no es lo que era, ni para mí, ni para nadie. Nunca lo fue. Últimamente, siento que soy predecible en mis actos, mis palabras. Sólo hay que mirar atrás.

La ciudad sigue donde se encontraba cuando llegué. Quién ha cambiado he sido yo, no ella.
A medida que el frío me recorre los huesos, vienen a mí las noches gélidas en Krakowskie Przedmieście, cerrando bares, haciendo rotos. Las noches sin plan en el Plan B, los neones de la Plaza de la Constitución y los conciertos de punk en el sótano de los bares, tiritando a veinte grados bajo cero. Como una ventolera, los inviernos y las latas de cerveza dan lugar a parques, frondosidad. Fiestas interminables con un final feliz dudoso, regresar a casa y hacer una parada en ese lugar de patatas fritas belgas por no querer terminar la noche. Y así, los cambios, de casa, de amigos, de posición. Colgar la guitarra y empuñar un lápiz. Volver a preguntarte si todo lo que haces tiene sentido, si algún día lo tendrá. Las hojas vuelan bajo mis zapatos, que pisan con fuerza y descansan sobre el asfalto. Los años pasan como segundos, sin importar lo que arrastren. El pie sigue sobre el pedal de freno, esperando a que se ponga en verde. Un viejo dispara desde el balcón con su escopeta y me vuela la tapa de un cajón de recuerdos que se desparraman por el alféizar del salón. Parecen discos rayados, desordenados, sin dueño. Ya no los necesito, hace tiempo que no le doy a la bebida, ni a los postres.

La ciudad se ha vuelto un lugar cómodo para mi sombra. Camino por las calles y veo siluetas de personas que intentaron dejar marca y no lo lograron. Me veo a mí, y me pregunto si dejaría algún restregón en las suyas. Yo era muy de acelerar rápido y no pensar. Era como Ayrton Senna, hasta que llegó Imola y terminó todo. Reconozco que los cambios llegaron porque así los pedí.
Por eso Varsovia no es lo que era, para mí, ni para nadie. Porque la ciudad no sólo me ha dado, sino que también me ha enseñado. Se maltrata más al lugar que a sus ciudadanos. La ciudad no es la gente que la habita, sino quien la vive. Y yo la viví, a ritmos separados, dejando una huella, marcando el sendero.

El otoño se achaca a la nostalgia, pero no es más que la muerte de un estado, sentimiento o forma. Meto las manos en los bolsillos de la chaqueta y miro a las baldosas del suelo. Ya estuve ahí, me digo, y entiendo que cada día es un regalo, la necesidad de un ‘pervivir’ más que un porvenir. La ciudad no es lo que era porque nunca lo fue, porque está a punto de ser.