Contra la épica de lo mediocre

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Hace unos días, leía unas notas que me llamaron la atención. No eran mías y ahora no consigo encontrarlas en el océano cibernético, pero el mensaje caló.

El texto reivindicaba que había que desechar la épica del éxito, desechar todas esas ideas de discurso de graduación para motivar a otras personas, donde sólo se puede llegar a lo más alto tras un duro esfuerzo. Y, en lugar de eso, darle más importancia al fracaso pero, también, a los que fracasan y se quedan por el camino.

Cada persona es libre de pensar lo que quiera, lo que pueda, lo que sea capaz, y no lo juzgo. En mi caso, que es el que conozco, tengo muy presente de que no quiero ver cómo la vida pasa por delante mientras espero en una estación sentado.

El fracaso, como tal, poco significa, pues todos fallamos siempre en algo, aunque nos afecta de una manera u otra en función del contexto. A nadie le gusta escuchar la etiqueta, ni sentir que ha fracasado. Desde pequeños nos separan en grupos, los que sacan buenas notas y quienes se quedan atrás.

Después la épica transforma los números en puestos de trabajo, en sueldos y estado social. Finalmente, para mucha gente, todo se reduce a una cifra de números en tu cuenta corriente.

Regresando a la épica del éxito, estoy convencido de que el problema, en la mayoría de casos es que no nos detenemos a definir lo que significa para nosotros, que es lo que importa, al fin y al cabo.

Ni el éxito, ni el fracaso. Nos limitamos a buscar la aceptación, a sentirnos apoyados, a encontrar cobijo y orgullo en los demás, en lugar de empezar por el quemazón que llevamos dentro. Los caminos desconocidos son los que más tememos y, cuando decidimos tomar uno de ellos, empieza esa épica que nadie quiere oír porque temen.

Recuerdo cuando dejé el primer trabajo que tuve. No podía estar allí porque quería escribir. Era plena crisis económica y el jefe de turno me dijo que me arrepentiría de tomar la decisión si me iba, pero la verdad es que me habría arrepentido para siempre de no haberlo hecho. Para mí, seguir allí era una fracaso en toda regla.

Por otro lado, a pesar de lo que mucha gente (que quiere dedicarse a escribir) piensa, la escritura, como la música u otras disciplinas que tienen (aparentemente) menos público, para la opinión general, es uno de esos caminos llenos de niebla, hambruna y acantilados que no llevan a nada.

A nadie le importa, en realidad, lo que goces o padezcas, porque nadie lo concibe como un oficio, sino como una pasión de la que sólo unos cuantos pueden disfrutar económicamente.

Además de no ser cierto (pero ese es otro tema), cuando antes se entienda esto, menos egos doloridos habrá. Dedicarse a escribir, de cara a la galería, es una invitación al averno, a la pobreza y a la Cuaresma que cada persona lleva dentro cuando empieza una tarea sin apoyo, sin un final plausible y sin una remuneración económica… hasta que la partida cambia de dirección. Sólo de ti depende gestionar las tentaciones y los demonios que aparezcan por el camino (que serán unos cuantos).

En mi caso, la épica del éxito, me gustara o no, ha sido la gasolina para navegar a ciegas, para sentar el culo en la silla y romper con lo convencional, con las cervezas de sábado noche y esos derechos a comer fuera, a ir a la playa o a viajar, que no existen en ninguna Carta Magna pero que se escuchan a menudo en las conversaciones.

Photo by Braden Barwich on Unsplash

La épica de esforzarte por aprender algo nuevo, aunque cueste; por plantar una semilla y regarla a diario. La épica de ser disciplinado, de respetarme a mí mismo por primera vez, de reflexionar y entender cuáles son las prioridades en mi vida. La épica de decir no a muchas cosas para sonreír con un sí a las que me hacen feliz. La épica de lograr lo imposible. Y en esa épica tan malograda, mientras el entorno se contrae por salirme del caudal, formé poco a poco lo que para mí era el éxito, la forma de vida y la felicidad.

Para mí, el fracaso es lo que no quiero en mi vida sin intentar cambiarlo. El éxito: ser dueño de mí, también de mi libertad y poder pagar el coste.

Suena bonito, no siempre es así y tampoco lo fue para mí.

He hablado otras veces de esto y no me quiero repetir. La épica existe y nos transforma. A veces pienso que la mía fue demasiado larga (o no). Trabajé para otros, dediqué tiempo a deshoras, por las mañanas antes de ir al trabajo, por las noches cuando regresaba, y siempre temí que no llegara a lograrlo. Pero también afectó a mis relaciones personales y profesionales. Limar asperezas, ponerte firme, cortar por lo sano aunque genere incomodidad y recordar aquello de memento mori. Eso es parte del juego y esa parte se cuenta menos porque nadie la quiere oír.

Fracasé durante años como el futbolista que no consigue jugar en el mejor club, pero no tenía miedo a seguir experimentando (había formado una actitud y un estilo de vida apto para aguantar los golpes) porque el auténtico fracaso era regresar al mundo ordinario, ganar un salario más alto que el que tenía, una vida más cómoda, pero escuchar eso de «TE LO DIJE».

Fracasar era convertirme en esa persona.

Y entre fracasos (caídas cuando crees que estabas llegando) y éxitos (esas pequeñas victorias tan necesarias que sólo nosotros entendemos), sólo había (y hay) algo que me aterraba: la mediocridad, la línea recta que aparece en el cardiograma cuando estás muerto.

Lo peor de todo es que ser mediocre es algo que elegimos.

Desde el principio, aprendí a tener cero expectativas de lo que estaba fuera de mí, porque sabía que nadie me debía nada. En el momento que se acepta y digiere esto, se genera un sentimiento de gratitud infinito cuando alguien muestra interés por lo que hacemos. Y sí, claro, el dinero llega después, como todo, pero no es más importante que lo anterior.

En resumen, la épica personal es necesaria, te hace tener más correa, tomar las cosas con calma, saber dónde están tus límites, alejarte de la aprobación.

Como diría Tony Soprano: “Sé lo que traigo a la mesa, así que créeme cuando digo que no me importa comer solo”.

El éxito y el fracaso son dos términos fundamentales y únicos que cada persona debe definir de dentro hacia fuera para entender hacia dónde va, sin miedo a la opinión general.

Fracasar y triunfar son términos binarios.

Ser mediocre, un lastre de por vida.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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