Cómo llegar a los 30 con orgullo

 

Dicen que los treinta son los nuevos veinte. Al menos, eso dicen ahora que la esperanza de vida se estira haciéndonos creer que seremos parte de ella.
Madrugo, me lavo la cara y veo ese montón de canas que me crece alrededor del cráneo. A veces tengo la sensación de que un día desperté y, simplemente, ya estaban ahí.

Cuando cumplí la mayoría de edad pensaba que tendría mi vida definida a los treinta, que sería un tipo hecho y derecho, como se suele decir por estos lares; que ya habría llegado a meta y que lo siguiente sería dar el paso generacional.

También es cierto que a esa edad nunca imaginé que terminaría viviendo de lo que me apasiona, lo cual ha roto todo plan de ruta. No podía estar más equivocado.

Y es que, aunque no los haya cumplido todavía, puedo hacerme una idea de lo que sentiré cuando eso ocurra.

La percepción de la vida a estas alturas es otra. Al menos, la percepción de la mía. Uno pierde el miedo (o el respeto) a muchas cosas y comienza a dárselo a otras. El ruido de la calle sobra. Las opiniones ajenas forman parte del decorado y comienzas a apreciar las enseñanzas que dejaron por escrito quienes ya están muertos. La existencia se transforma en un aprendizaje constante, en un acto de supervivencia selvático en el que dominas o te dominan y te das cuenta de que más vale controlar eso que eres (lo que piensas) antes de que te controle a ti.

 

Reconozco que he viajado y visto más de lo que hube imaginado en algún momento pasado, que he gozado y vivido más de lo que ambicioné y que he aprendido a forjar una visión crítica -y algo ortodoxa- de la vida, aceptando mis defectos, aceptando que mañana no seré más alto, ni más guapo, ni más decente.

Lidiar con los demonios es el primer paso de convertir tu dantesco infierno en un lugar de vacaciones.

Y no obstante, a pesar de todo, tengo la sensación de que estoy más verde en esto de la vida que un manojo de espárragos de Manet.

Mi abuelo siempre decía que los años no pasan en balde y no le faltaba razón.

Hoy digiero peor las comidas pesadas, sobre todo las que van cargadas de consejos gratuitos, de opiniones sin fundamento o de panfletos populistas. He aprendido a decir no a muchas cosas, a lidiar con sus consecuencias, y eso me ha hecho sentir más libre.

En esta última etapa de la década vivida, volví a sentir las nostalgia de aquellos primeros pensamientos, hasta que me dio por quemar Roma como Nerón para salir de ese platónico mundo de sombras metido con cuchara. Luego uno ve que otros tenían una vida, pero… qué vida era esa, carajo.

Dudo que los treinta sean los nuevos veinte, pero ojalá que así no sea. Por fortuna, he llegado a tiempo para comprender que presente sólo hay uno y que a base de éste se construye el mañana.

Entender, a pesar de los devaneos de la mente, que en esta vida prima la salud, el dinero y el amor, y aunque se puede ser feliz con cierto desequilibrio, a la larga pasa factura.

Digerir que la excelencia es difícil de lograr y tal vez nunca llegues. Si fuera fácil, todos lo conseguirían.

Apreciar que más vale irse a dormir con la mochila vacía, porque nadie te asegura que vayas a despertar mañana; que si el mundo se hizo en siete días fue por algo, así que no vas a besar el santo nada más llegar a esa nueva oficina.

Disfrutar de la soledad porque es la única forma de aguantarte.

Aceptar que tus ambiciones son tuyas y no las del vecino y, por ende, es a ti a quien debes respetar primero.

Priorizar que, hagas lo que hagas, has de pasarlo bien, de un modo u otro, sintiéndote útil porque si no, ¿para qué?

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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