Madrid y la noche de los actores

Esta ciudad es un lugar mágico para los tipos, como yo, que se pierden con facilidad cuando se pone el sol, los rótulos reflectantes de los bares iluminan las aceras y las sirenas de los coches patrulla pintan la Gran Vía de color.

Había quedado con un buen amigo. Nos conocimos en tiempos remotos, en los que ambos empuñábamos una guitarra y los teléfonos se abrían para poder hablar. Han pasado ya años de aquello. Conocí a varias de sus novias y nos dio tiempo a colgar los instrumentos para agarrar un teclado. Hoy es crítico de cine y yo cuento historias con cierta particularidad, pero ambos nos dedicamos a echar horas y horas frente a la pantalla. Por eso, cuando nos vemos, lo que iba a ser una cerveza, tan sólo es un comienzo.

Quedamos a las siete, hicimos recuento, como en una de esas charlas sin un objetivo claro, pero que encadenan con otras cosas y terminan preguntando por las últimas vacaciones. Después de unos tragos en una terraza de Malasaña, optamos por dejarnos caer por las grietas del centro de la ciudad. Mientras comentábamos lo duras que se ponían a veces las cosas, me fijé en la sonrisa de las chicas que se cruzaban al pasar. Esa sonrisa que aún despide el estío, con ganas de entrar en el otoño y abrazarse a alguien tras una ventana de cristal y junto a una chimenea. Me vi tentado por entrar en otro bar y busqué alguno con solera, de retaguardia, un buen tugurio, vamos. Uno de esos bares en los que no quieres encontrarte a nadie conocido, a pesar de que estás solo en la ciudad.

El pintoresco lugar, con una barra de aluminio que rodeaba el amplio local, tenía jamones y chorizos colgados, bufandas del Real Madrid, vajilla antigua y un televisor. De fondo sonaba reguetón y nosotros formábamos la otra mitad de la clientela. Pedimos más cervezas, comimos jamón serrano, croquetas y un poco de tortilla de patatas. Sin saber muy bien cómo, el reguetón dio paso a hits de los ochenta para culminar con Led Zeppelin. Las horas pasaban, en la trinchera, las risas se acumulaban, así como las anécdotas de dos buenos personajes de libro con un puñado de historias detrás. Finalmente, cuando estábamos a punto de pedir la última, reconocí algunas caras. Por supuesto, ellas no supieron quién era yo, por una simple razón: eran famosas y yo no.

Sin mencionar nombres, entraron en grupo muchas caras conocidas. La mayoría había puesto vida a las series de televisión de mis años mozos. Algunas, hoy desaparecidas. Otras, llenan las portadas de Netflix. La música quedó atrás con el bullicio. Los actores más jóvenes aparecieron detrás, con sus selfis constantes para decirle a todo el mundo que estaban juntos. Y nosotros detrás de la foto, en un extremo de la barra, observando aquel curioso espectáculo como si nos encontráramos en el interior de una pecera.

Fue divertido, no lo voy a negar. Pedían botellines de Heineken y reían como si vinieran del último baile de graduación. Aquella barra de aluminio fue lo más cerca que he estado de alguien de la tele, que yo crea recordar.
Tomé algunas notas que me vendrían bien para las novelas. Imaginé a mis personajes allí en medio y pedí la cuenta para salir de aquel sitio y regresar a la realidad.

Mi amigo trabajaba al día siguiente y era hora de poner fin al principio de una espiral nocturna, por la que yo estaba dispuesto a dejarme enroscar. Antes de despedirnos en plena Gran Vía, me fijé en esos rótulos que seguían encendidos, en el mogollón de gente que, a medianoche, atraviesa la arteria madrileña. Ruido, coches, exaltación y feromonas. Sonreí feliz por esa clase de momentos. Una chica, con un vestido azul imposible, le pedía a su amiga que le hiciera fotos en una esquina. A escasos metros de ella, un pelotón nocturno esperaba a cruzar el paso de peatones.

Quién sabe lo que hubiera sucedido, si mi amigo hubiese tomado otra decisión, pero no importa. A veces, un breve recuerdo vale más que no recordar nada.

Bajé hasta la plaza de España y tomé dirección a mi casa, notando cómo el ruido menguaba, así como la gente y la vida, y la normalidad volvía a su forma. Mi sombra se hizo más pequeña hasta desaparecer en un portal y, mientras tanto, no muy lejos de allí, los actores seguían bebiendo y riendo en aquel bar de barrio sin más pretensión que la de sus clientes.