Momentos

 

Café y decoro. Es viernes, la gran ciudad despierta en algún lugar que no veo. Aquí reina la calma, las gaviotas cantan y es hora de darle de comer al perro. Suena el saxo de Coltrane por el altavoz de la minicadena. Todo va bien y me pregunto si debería o no leer las noticias. Últimamente, el periodismo intenta ponerse a la altura de Netflix de muy mala manera, cayendo muy bajo, sin reconocer que hace años que perdieron la batalla.

Ya no importa y, aún así, son necesarios para tener una -vaga- idea de lo que pasa a nuestro alrededor, aunque aquí no pase nada, sólo vea obreros restaurando una fachada y el mar esté tranquilo.

Leo al sol en mi aparato digital mientras la taza humea y por la calle se aprecia el tímido romper de las olas. Antes de que me dé cuenta será mediodía, la hora del aperitivo, el perro se habrá dormido y yo seguiré sin haberme puesto a escribir esa nueva novela que tanto cuesta arrancar.

Pero no importa, es viernes. Escucho el tintineo de los hielos rompiendo al hacer contacto con el alcohol. Yo soy de aceituna, de rodaja de limón y sin sifón. Otro día que me enamoraré del atardecer de mi ventana, de los colores rosados del invierno, de la fragancia desconocida de esa chica que espera delante en la panadería y de la melodía dulce de su voz.

Un puñado de recuerdos que guardaré en el baúl de mis entrañas para transformarlos en escenarios, personajes de novela y postales imaginarias.

Hoy las explicaciones se las daré al perro, que entiende de sonrisas y no de palabras. Después bajaré la persiana y me las daré a mí, entre agujetas y suspiros de complaciencia, contento de haber vivido otro día en este bello lugar llamado Tierra.