¿Por qué no hacemos lo que realmente nos importa?

Foto de la serie “La verdad sobre el caso de Harry Quebert”

 

No voy a mentir, una de las cosas que más me gustaron de “La verdad sobre el caso de Harry Quebert”, fue la casa de la playa. No es la primera vez que me topo con construcciones así en un libro o en una película, pero no dejan nunca de fascinarme.

Supongo que es uno de esos deseos de muchos al alcance de unos cuantos.

Supongo que, cuando viví en la playa, me hubiese gustado estar (todavía) más solo.

Mi cabeza funciona a toda velocidad estos días. Las horas pasan volando tecleando con furia, revisando correos electrónicos, ordenando facturas a causa del fin de mes… Tengo un trabajo que me da flexibilidad cuando la necesito y, por esta razón, suelo tomarme menos licencias que el resto.

Desconozco lo que son las vacaciones, porque no puedo estar sin hacer nada.

Leer, reunirme con otras personas, acudir a un evento, a un espectáculo o ver una película, todo forma parte de mi labor diaria.

No importa si es miércoles o domingo, todos los días cuentan para machacar tres o cuatro mil palabras en el procesador de texto durante cinco o seis horas, después revisar las tablas de Excel donde llevo la contabilidad de mis promociones, los anuncios que pongo, el funcionamiento de estos, y un largo etcétera.

Pero también cuentan para cerrar la casa de un portazo y no volver hasta quién sabe cuándo.

Y de las caídas libres cuesta recuperarse.

Por eso, es importante respetarse a sí mismo, tomar en serio cada segundo y entender que sí, esto es un juego, pero hay unas cuántas reglas que, si te saltas, pueden penalizarte.

Desde hace un tiempo, leo por las mañanas, durante el café, antes de sacar al perro y de que salga el sol, porque por las noches se ha vuelto algo imposible. El aumento de tareas (además de las personales) ha impactado de manera positiva.

Cuando haces lo que te importa (eso de decir lo que te gusta, es muy relativo), no tienes tiempo para consumir banalidades, ni para estar pendiente del teléfono, ni de quien escribe mensajes de Whatsapp a cámara lenta.

No das tiempo a las discusiones en redes, ni a las de la calle, ni tampoco a quien te dice “yo una vez pensé en escribir un libro”, pero nunca lo escribió y ni siquiera lo intentó, para después juzgar lo que haces, evaluar si lo estás haciendo bien bajo su criterio vacío.

Quien escribe o ha escrito algo, alguna vez, no importa si vive o no de ello, sabe el esfuerzo que conlleva (y lo que pueden molestar ese tipo de comentarios al principio de tus andaduras).

Y ni hablar sobre el marketing.

Con el tiempo también aprendes que tus niveles de energía son limitados (por mucho que diga el o la gurú de turno que hay una forma de engañar a tu sistema), que necesitas descansar un número de horas (para mí, de siete a ocho), que tu atención debe ir dirigida a quien le interesas (y no a quien intentas impresionar) y que el tiempo no espera ni perdona.

Por supuesto, nada de esto tendría sentido (ni el camino que empecé en 2012) si en la receta mágica no hubiese grandes dosis de pasión, ganas de aprender, bastante ambición por llegar y, sobre todo, una dedicación cegadora, capaz de ignorar al resto de cosas que te rodean (sí, personas incluidas).

En mi caso, es contar historias, pero cada persona tiene su atención en lo que le hace sentirse feliz y realizada, y creo que esto es lo más importante.

No es fácil romper con el contexto en el que vivimos, pero tampoco imposible, y es la única manera de que el mundo en el que vivimos sea mejor, más feliz y más creativo.

Una persona completa brilla, y la luz siempre abre camino entre las sombras.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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