Participar

Las calles mojadas refrescan el ambiente de una ciudad que nunca se acuesta. Paseo cuando todavía es de noche, alrededor de la estación, esperando a que mi amigo cánido vacíe el estómago antes de repostar.

Sé que cada cual tiene una visión diferente de la ciudad, según su relación con ella, y no lo juzgo.

Hay quien no soporta recorrer a diario las mismas calles en las que se enamoró un día.

Hay quien se asfixia al caminar por donde nunca ha sentido nada.

En mi caso, la realidad es otra. Atrás quedaron los días de autobuses y metros a paso ligero y toco madera, como buen supersticioso de pega, mientras preparo el café y leo lo que dicen los diarios.

La lluvia me dice que será un fin de semana tranquilo, de cortos paseos y de lectura.

Escucho Stay Young de Oasis para acompañar una mañana tan británica y la mente me traiciona con imágenes de hace diez años, sin venir a cuento, vagando por las calles Candem Town, abrigado con una parka verde que terminé dando a la caridad y una bufanda Burberry que guardo con cariño en algún lado.

Días de esconder los vinilos en la maleta, de fascinarme en la casa de Sherlock Holmes, de comer pizza a escondidas para que unos punks no nos robaran la comida y beber pintas de Murphys hasta achisparme lo suficiente.

Pasar por delante de la casa de Hugh Grant en Notting Hill y pensar que algún día tú vivirías ahí.

Días de tenerlo todo por delante con la inocencia de creer que cualquier cosa era posible.

Han pasado los años pero la situación no es muy diferente a la de entonces.

A pesar de ser más viejo y tener menos aguante, sigo siendo similar al de entonces, con más experiencias, pero conservando un poco de la ingenuidad que nunca debería desaparecer.

En el momento en el que nos convencemos de que hay que tirar la toalla y darse por vencido en nuestro propio pensamiento, estamos acabados.

Después nos desencantamos porque alguien nos abandona, porque somos incapaces de que nos tomen en serio, pero qué esperar del otro si somos incapaces de luchar por la victoria.

Creo que ha perdurado demasiado la actitud derrotista de que lo importante es participar.

No, no lo es.

Lo importante es ganar, si no el premio, una lección, pero ganar. Nadie participa para perder dinero, tiempo, salud.

Soy realista y conozco mis limitaciones.

He recaído en vicios, he vuelto salir.

Sé que si me enfrento al ajedrez, probablemente pierda contra mi oponente (si éste tiene alguna experiencia, claro), pero no jugaré para echar el rato, sino para ganar.

Y perderé, aprenderé de mis errores, y volveré a jugar.

Hasta que triunfe, no para humillar a mi oponente, el cual se ha esforzado por enseñarme lo difícil que es, sino para demostrarme que puedo hacerlo.

El niño cree que puede hacerlo.

El adulto piensa que el niño no puede lograrlo porque desconoce lo que es.

Y la historia se repite una y otra vez.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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