Pirañas de plástico

En agosto de 2012 escribí esta historia. Recuerdo que fue después de mi periplo por el Báltico. Fue parte de el germen que dio lugar a Motel Malibu. Estaba en un momento muy crítico conmigo, con todo, con todos.

No conocí a ninguna Irina, no como la que describo. Sin embargo, recuerdo que me pidieron un texto sobre relaciones personales y prejuicios, y la llevé al terreno literario, cogiendo un poco de aquí, de allí, sobre todo, de historias ajenas que había escuchado en barras de bar. El amor muchas veces no es lo que esperamos cuando no encaja en nuestro molde de ideas y prejuicios. Esta es una historia de amor, prejuicios y personas. Nada que no haya ahí fuera. Que cada uno lo tome como quiera, y que nadie lo entienda como que lo que no es.

ORGULLO Y PREJUICIOS

Bajo la luz matinal
que entraba por la ventana, Arturo escribía códigos de programación
en el terminal de su escritorio. Una subcontrata de Microsoft le
había financiado un proyecto de dos años, un videojuego para X-BOX.
Sin terminar Ingeniería Informática, Arturo trabajaba como
programador independiente a tiempo completo. Había arriesgado toda
su vida en ello, futuro, estudios y familia. Todo tenía que salir
como estaba planeado. No existía muestra de error que pusiera a él
y a su familia en un apuro económico. Arturo tenía claro que había
que prescindir de ciertas cosas en la vida para acceder a otras mucho
mejores. En su caso, había dejado a un lado las relaciones sociales.

No sé lo que es una
cita, no tengo dinero, ni amigos. Ni siquiera podría recoger a la
chica en mi coche, ni pagarle la comida. En todo caso, podría
pagarme mi comida y compartirla, pensaba mientras escribía líneas
de códigos interminables que una persona de a pie sería capaz de
entender.

Caminó hasta la
ventana, agarró una lata de Pepsi calentorra y observó durante unos
minutos a la camarera rusa del único bar de la calle. La chica
moscovita fumaba y fumaba, terminaba uno y se encendía otro. El bar
estaba vacío. También hablaba con algunos vecinos. Una pareja de
hermanos que llevaban el negocio familiar de fontanería en el
barrio, disparaban piropos a la pobre Karenina, que a pesar de estar
lejos de ser la mujercita del libro, se conformaba con vestir un
delantal negro y un moño en la cabeza.

—¿Cómo se
llamará? —se preguntó Arturo desde su habitación —. Algún día
lo sabrás, Arturo, algún día…

Decidido, cogió su
chaqueta y se plantó delante del espejo del aseo.

—Hola ¿Conoces a
alguien que dé clases de ruso? —dijo —. No. Es demasiado
artificial. Hola ¿Te gustaría cenar algún día conmigo? Oh,
mierda. Das pena —se lamentó y salió del apartamento. Al entrar
al ascensor, Marcus se encontraba dentro. Un treintañero sueco
acomodado con la mirada lasciva.

—Qué tal —dijo
Arturo.

—¿Bajas?
—preguntó Marcus.

—Sí.

—Al trabajo,
¿verdad?

—No. A tomar un
poco de aire —contestó Arturo y miró al suelo. Arturo odiaba los
ascensores. Para él, los ascensores eran el invento del mal, la
creación de un torturador. Un espacio asimétrico que parecía lo
contrario. No existen puntos de apoyo donde uno descanse su vista sin
sentirse amenazado por la invasión física del que tiene al lado. No
existe un punto ciego donde el ojo humano pierda la percepción de
que el otro le está mirando, porque por mucho que uno gire su cabeza
hacia otra dirección, siempre estará lo suficientemente cerca para
sentir la presencia del prójimo.

Bajo el sonido de la
polea que gira, Arturo escuchaba los pulmones de Marcus
hiperventilando. Aquel día estaba de resaca. Aunque no salió, su
barriga era una ciénaga tras beberse la noche anterior seis botes de
la cerveza más barata del LIDL. Siempre que estaba de resaca se
acordaba de Bukowksi, porque a Bukowski se le ponía dura cuando se
encontraba hangover. Y es que en el fondo, Arturo sentía algo
parecido, un estado difícil de controlar. Encerrado en aquel
ascensor mirando fijamente cómo los números cambiaban, sintió una
erección involuntario. Resultaba embarazosa la situación teniendo a
Marcus delante. No quiero que me malinterprete, pensó. No tiene por
qué mirarme la entrepierna, tampoco.

No seas paranoico,
joder, se dijo finalmente.

Arturo dio un
barrido con la mirada. Marcus sonrió. Aquel escaso minuto se estaba
convirtiendo en horas.

Después dedujo que
posiblemente Marcus le había mirado la polla y el culo antes de
sufrir la erección. A fin de cuentas, era un pureta salido que metía
jovencitos en el apartamento para follárselos, y por eso mismo,
mirar el paquete de un veinteañero resultaba tan usual como comprar
una barra de pan.

Sin embargo, Arturo
sería acongojado, deseando que la puerta se abriera. Cuando esto
sucedió, esperó un par de segundos esperando a que Marcus
abandonara el elevador antes que él.

—Hasta luego, majo
—dijo.

Joder, pensó.

Maldita sea, debería
relacionarme más a menudo, se dijo.

Arturo salió y a la
calle y vio a la chica moscovita fumando otro cigarrillo, sujetándolo
entre sus dientes amarillentos, matando las horas como una vaca que
sacude moscas con el rabo. Indeciso y un tanto nervioso, se adentró
en un 24 horas, compró unas latas de Pepsi y un perrito caliente
precocinado y dio un rodeo por delante del bar. Desde la calle apenas
podía ver demasiado. No se trataba del típico bar de barrio. Arturo
no tenía mucha idea sobre bares pero había visto las suficientes
películas como para saber que aquello se parecía a un bar de
alterne: cristales opacos, oscuridad, una máquina tragaperras y
varias chicas de aspecto también caucásico que le reían las
gracias a los currelas del barrio. Una barra de madera, luces de
colores, putas y viciosos. Jamás había entrado en uno. Entonces su
querida camarera pasaba a ser una pobre desdichada, una putilla que
por cuatro duros se la metería en la boca. En un momento se esfumó
toda la magia que alumbraba a la joven de ojos azules. Putas que
vienen a mover droga, putas que tras el desengaño, siguen con su
trabajo, porque les gusta, les gusta aprovecharse de los pobres
desgraciados, pensó con odio.

Al otro lado de la
calle, la chica moscovita le alcanzó con la mirada.

—¿Una copa,
guapo? —dijo.

—No, gracias
—contestó Arturo haciendo un gesto con la mano y mirando al suelo.

Ella sonrió con el
cigarro en la mano.

—Ven cuando
quieras. A la primera, invita la casa —dijo y se perdió tras la
entrada del local.

Arturo regresó a su
apartamento, se asomó hasta la ventana y encendió un cigarro
mientras esperaba que volviera a aparecer su, ahora, particular
princesa.

El móvil sonó.

—Hombre, Ramiro.
¿Qué tal? Has vuelto ya de Lituania, ¿verdad? —dijo apático con
la atención al otro lado de la ventana.

—De puta madre
—dijo la voz al otro lado —. Tenemos que vernos. Ha estado de
cojones. Te enseñaré las fotos.

—Guay.

—Sí.

—Están buenas por
allí, ¿verdad? —preguntó Arturo.

—No te puedes
hacer una idea.

—Puedo —contestó
Arturo —. He visto mucho porno.

Ambos ríen.

—Sí… —ríe de
nuevo Ramiro—. Tenemos que irnos a vivir allí, tío. De verdad.

—Ya dijiste eso en
el e-mail ¿Algo más que contar? —preguntó Arturo con ánimo de
terminar un diálogo cíclico.

—Te vas a reír.

—Por qué.

—Me tiré a una
puta.

Arturo respiró
profundamente y observó cómo la chica moscovita aparecía de nuevo
encendiéndose en el fuego y atrayendo nuevos clientes con la mirada.

Hasta este cabrón
folla, pensó.

—Ajá. ¿Y qué
tal? —dijo restando asombro.

—No sé. No era mi
intención, ya sabes. Pregunté a unos tipos, parecían unos
pardillos, me dijeron que entrara y mira, era un puticlub. Joder, me
sentí fatal al principio, me sentí sucio. Yo no soy de esa clase de
tíos, tú lo sabes.

—Y qué tal con la
fulana, digo —atajó Arturo.

—Joder, está
bien. No sé. Una puta es una puta. Es su trabajo, engañarte, digo.
Hacen creer que te quieren y toda esa mierda, y tú caes, tú caes
como un tonto, y luego echas un polvo y a lo mejor te besa y a lo
mejor no. Qué más da, no importa, tú quieres follar, pagas y la
tratas bien y todo eso. Algunos tíos les pegan, eso va en el precio.
Ella no hablaba casi inglés y yo menos y era mi primera vez y
tampoco hizo falta demasiado para entender lo justo. Joder, yo no
quería ir a un puticlub pero estaba allí y lo vi tan fácil y ya
sabes, esas cosas pasan una vez en la vida.

—Entonces qué,
¿valió la pena?

—Supongo.

—¿Supones? No me
jodas.

—¿Sinceramente?

—Dispara.

—Sí. Pero en
serio, eso no es lo más importante, lo mejor fue que…—dijo como
últimas palabras antes de que Arturo colgara el teléfono y lo
echara a un lado. Agarró el paquete, encendió otro cigarro y
continuó observando a la chica moscovita.

**

Una habitación que
olía a cerrado y humedad, unas cortinas que no encajaban con lo que
había al otro lado. Arturo se estaba poniendo los pantalones cuando
la chica decidió hablar.

—Si no me pagas,
tendré que matarte —sonrió ella mascando chicle, desnuda en la
cama y cubierta con una sábana.

—¿Alguna vez has
matado a alguien? —preguntó Arturo dándole la espalda, sentado en
el colchón.

—No. Jamás
mataría por dinero. Quién sabe si por amor. Si no me pagases, ellos
te darían una paliza, o me la darían a mí si no les doy su parte.
El negocio es así.

Arturo abrió su
cartera y le dio más de la cuenta.

—Y tú, ¿has
matado a alguien alguna vez? —preguntó ella mientras agarraba los
billetes.

—No. No mataría
por dinero, jamás he tenido suficiente dinero como para que alguien
me lo deba.

—¿Y por amor?

—Amor —dijo
Arturo. Qué pregunta es esa, pensó.

—Sí —dijo la
chica.

—No sé lo que es
eso. Para mí no significa nada y dudo que exista, de verdad. El amor
es un puto ideal que nos meten desde pequeños.

—Yo creo en el
amor —dijo Iryna.

—No me jodas —dijo
Arturo —. ¿Cómo puedes creer en el amor cuando te acuestas con
hombres casados? ¿Tipos con mujer e hijos? No es que colabores
precisamente con el amor. No tú. Y no te juzgo, ya sabes. Es tu
trabajo, no sé. Al menos las engañan con profesionales. No
necesitan romper otros matrimonios, otras familias.

—Estás siendo un
poco duro, ¿no crees?

—Perdona, no era
mi intención —dijo él disculpándose.

Irina sacó dos
cigarrillos y le ofreció uno a Arturo.

—Nunca has amado a
alguien, ¿verdad? —preguntó la chica —. Pareces tan triste.

—Pues no.

—Entonces no
puedes entenderlo. Cuando amas a alguien eres capaz de matar por esa
persona. Cuando esa persona te falla, te conviertes en un monstruo.
Esa persona con la que compartías cada momento, cada pensamiento, se
ha esfumado. Pasas página, y sigue ahí, en la siguiente. Piensas
que te ha reemplazado por otro, puede ser, normalmente no es así, no
importa. Odio, depresión, quieres salir y no sabes cómo. Un
sentimiento pútrido y pesado que te carga en la boca del estómago.
Estás más sensible que nunca. Basta que la veas acompañada para
hacer una locura y derrumbarte después. Es absurdo.  El primer golpe
y con el tiempo aprendes las reglas del juego. Es un proceso natural.
Nadie te asegura que dure demasiado. Tampoco que en unos años
conserves el poco pelo que te queda en la cabeza. Las cosas son así.

—La gente es
idiota, no aprende —contestó Arturo.

—El amor no tiende
a razón.

Arturo guardó
silencio, movió la cortina con los dedos a un lado y observó desde
la ventana de la habitación de Irina. Pudo ver el reflejo de su
ventana, se imaginó a sí mismo mirando tras el cristal, horas
antes, viéndose como resultado de una decisión previa.

—Te sobran diez,
chico —dijo ella devolviéndoselos tras contarlos.

—Quédatelo.
Tómalo como una propina, cómprate ropa nueva, sal a comer fuera o
algo.

—No acepto
propinas.

—Venga ya —dijo
él —. ¿A quién pretendes engañar?

—Está bien, pero
hay una condición.

—¿Qué?

—Invítame a cenar
—dijo la chica.

—No hablas en
serio —contestó confuso.

—Sí —dijo ella
—. De lo contrario, no te molestes en volver o haré que te dejen
en una silla de ruedas.

Arturo cogió su
abrigo y salió sin decir adiós.

Esa mujer estaba
loca. Era bella e inteligente, y tenía un sentido del humor muy aguado. Había sido la primera chica directa y sincera con él. Todo
perfecto, la chica ideal, excepto por una cosa: él no salía con fulanas.