El problema de la felicidad

 

La mesa cargada de copas con Aperol Spritz, ese cóctel dulzón que tan de moda estaba y que tan rápido se subía a la cabeza. El sol se escondía por los edificios, pero la brisa caliente se quedaba entre nosotros.
Éramos unos cuantos. Quizá demasiados. En ocasiones, tres son multitud y siento que me faltan los silencios. En otras, me gusta estar acompañado como si de un gran banquete se tratara. Ese día no me molestaba nada lo más mínimo.

Al día siguiente me subiría a un avión, por lo que no me importaba agotar las últimas horas en la capital rodeado de amigos y conocidos.

Hablamos de negocios, de arte y creación, tres temas tan abstractos como semejantes, ya que de ninguno se saca nada en claro.

A las personas nos cuesta ser precisas, entrar en detalles, quitarnos la máscara y mostrar cómo son las cosas en realidad. Pero, por desgracia, esa realidad -la auténtica- se transforma en el momento en el que se hace pública, en voz alta, pintándola a nuestro gusto, como deseamos que los otros la interpreteten. Y después de recitarla una y otra vez, como si se tratara de un cuadro, acabamos creyéndonosla, tanto, que no llegamos a distinguir lo real de lo inventado.

Nunca encajé en esos ambientes.

Pensaba que era el único que no se creía la película, que había destapado el truco del ilusionista, mientras los demás asentían diciendo que esa era la parte bonita de todo aquello. El truco, sin alguien que lo crea, simplemente, no existe. Por eso siempre me sentí como un pedazo de carne cruda, sin cocinar y eso me convirtió, con los años, en alguien difícil de digerir.

Hoy todo ha cambiado, aunque sigo atragantando. Llevo la vida que llevo, sin fingir una vida que me pertenece. No brillo como una estrella sino que, más bien, me enciendo y apago como el intermitente de un coche. La conversación sigue siendo la misma, pero me encuentro en otra posición del tablero y puedo levantarme cuando me apetezca.

Tengo dos reglas propias que rigen casi todas mis decisiones, pero que no comulgan con las tablas que predica la sociedad.

Sinceramente, hablar por hablar, y más cuando se tratan esos tres temas que he mencionado antes, me parece una auténtica pérdida de tiempo.

Cuando la gente busca hacer nuevos amigos, encajar con los compañeros del trabajo o tener una relación sentimental, se abre de miras. A veces tanto, que pierde el enfoque.

Sé cómo soy y me alegro de que no todo el mundo sea así. Cada persona es única y debe descubrir su senda para ser feliz, como yo intento recorrer la mía, pero eso también implica sacar fuerza de donde no la hay y echar a un lado esas opiniones ajenas que nos frenan.

De nada sirve estar con otras personas que no nos valoran porque tarde o temprano nos darán la patada.

De nada sirve fingir ser alguien que no queremos ser, por el hecho de hacer felices a nuestros seres queridos.

Cuando se es feliz y hay quienes miran con malos ojos, el problema es de ellos.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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