Relatos de vida

Los días pasan sin darme cuenta y cuando salgo a la calle siento que el verano ya está aquí. Aunque el mar no esté cerca, la brisa tiene ese olor típico de los días calurosos, anochece a horas indebidas y el perro saca la lengua más de lo habitual. Días que pasan mientras recorro Madrid de punta a punta, guiado por las indicaciones de mi hermano, por las anécdotas -suyas- que hay detrás de cada esquina, pero también por lo que me cuentan mis amigos, por lo que leo en libros del pasado o por los afortunados descubrimientos del azar. Pronto haré un año que llegué a la ciudad, aunque tengo la sensación de que han sido un puñado de semanas largas. La conversación se traslada a las vacaciones, término que hace tiempo que desconozco, quizá porque sea incapaz de desconectar del todo o porque he transformado el trabajo en labor, en un calendario idílico. A veces, no sé a dónde ir porque estoy donde quiero.
Las buenas noticias se suman, aunque poco pueda decir de ellas por cuestiones legales, así que me limito a seguir escribiendo, a tomar café en la barra de un bar del casco antiguo, en un clásico de Ibiza o Chamberí, en la mesita brillante del Hesperia o en una de esas franquicias con terraza que sólo valen para eso. Me deleito con los detalles, con las fotos de quienes ya estuvieron antes. Después de las seis, cambio de hábito, me dejo llevar, la conversación fluye aunque las piernas flaqueen y me quedo con frases, ideas que recuerdo más tarde y que anoto en ese cuaderno de tapa negra que releo cuando la autoestima está en horas bajas.
Llegamos a la conclusión de que la privacidad es el nuevo lujo, que no hay que contarlo todo, porque nunca a nadie le ha interesado el todo, sino lo justo para llenar con la imaginación el vacío que nos queda.
De repente, me veo en una foto y pienso en las pocas que hago, que hice y que haré. En ocasiones, una instantánea es suficiente para contar una historia llena de relatos cortos.