Renunciar

El viento golpea las persianas con tanta fuerza que despierto cada media hora. Lleva toda la noche así, pero sé que, en algún momento, parará. Tarde o temprano, siempre lo hace.

Tanto lo bueno como lo malo, todo llega a su fin.

Observo paciente y salgo a la calle con el perro, a pesar de no desearlo, pero hay veces en las que uno debe seguir su rutina, continuar con el plan.

Hoy no me quejaré, aunque podría hacerlo. Tampoco lo hice antes, cuando el viento soplaba helado y los copos de nieve se pegaban a mi rostro.

Hay quien no comprende que no tenga interés alguno por la mayoría de cosas que mueven la atención de la sociedad (coches, viajes, lujo, tecnología, moda, últimas tendencias). Sé lo que necesito y lo tengo.

Mientras bajo las escaleras me viene a la mente un recuerdo pasajero, de esos que llegan sin avisar.

Pienso en los días en los que me las ingeniaba para comprar con cinco zlotych (el equivalente a un euro y medio) en el supermercado.

Los días en los que mi habitación era lo más parecido a esa foto de Steve Jobs en la que aparece sentado en el suelo: un colchón, un ordenador y una maleta.

Días en los que miraba a través de la ventana del autobús que me llevaba al último rincón de la ciudad, mientras decidía que no quería seguir allí.

Me viene a la mente una escena de “En busca de la felicidad”, esa película de Will Smith en la que el protagonista lucha por salir de su situación personal y laboral.

Una de esas cintas llenas de lágrimas en las que el mensaje está claro desde el principio.

Sin embargo, aunque esos momentos existen, lo que las películas no nos cuentan es que duran más de dos horas.

Los viajes en autobús al fin del mundo se hacen interminables.

El cansancio acumulado golpea en tus huesos y las ganas de rendirte se acentúan con el paso del tiempo.

Entonces desarrollas un humor amargo, una pesadumbre constante y vivir contigo se convierte un incordio.

Pero yo lo tuve claro aquel día lluvioso en el que me había mojado los pantalones al sentarme en el asiento equivocado. Nevaba y regresaba a casa tras un viernes eterno.

Leía en mi Kindle desganado, con ganas de abrazar a la mujer que me esperaba en el apartamento. Saldría de allí, aunque tuviera que renunciar a otras cosas.

Y así hice. Renuncié a todo lo que fue necesario. Me prometí que haría lo posible para no regresar a ese momento, de nuevo.

Tras el paseo, subo las escaleras oxigenado y el viento sigue soplando. Estoy tranquilo, el sol no ha salido todavía y tengo una mañana por delante llena de trabajo.

Somos libres en el instante en el que tomamos la responsabilidad de nuestras acciones.

Y no digo que sea fácil, ni indoloro.

Pero siempre merece la pena.

Libres en el momento en el que la culpa sólo recae sobre nuestra conciencia, en el segundo en que el miedo se convierte en un factor más.

Una vez que decidimos cambiar el entorno y construir una nueva vida, a pesar del precio a pagar, el resto carece de importancia.

Y sí, puedes tener más, o tener menos.

Puedes conducir un coche más caro, más nuevo, o más usado, pero, cuando despiertas cada mañana con el espíritu tranquilo de estar haciendo lo que tu corazón dicta, nada, ni siquiera el dinero, está por encima de la satisfacción del primer aliento de la mañana.