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El sol sale como cada día y es hermoso de ver. A pesar de que lo haya hecho cientos de veces, siempre trae algo diferente.

Pronto habré hecho un año aquí, en casa, y ni siquiera me he dado cuenta de cómo ha sucedido.

Por suerte, todo queda plasmado en miles de palabras, en decenas de artículos, en notas escritas a diario que dejan constancia del proceso.

Reconozco que me encuentro en un momento extraño y no por ello ha de ser negativo. En algún momento de nuestras vidas, cada persona siente la necesidad de salir a buscar su yo verdadero, su esencia más pura. En ocasiones, ese momento no llega nunca.

Ese momento llegó a mi de un golpe el 22 de febrero de 2013, subido en un tren que me llevaba de Katowice a Varsovia.

Veía la nieve a un lado de las viejas vías del tren y leía París era una fiesta de Hemingway. No había vuelta atrás.

Había quemado mis naves y me encontraba en ese limbo emocional en el que nada ya importa, donde prima el aquí y el ahora porque no sabes lo que deparará el futuro y mirar hacia atrás carece de sentido.

No fue hasta mayo de ese mismo año cuando decidí tatuarme el brazo. Días antes había tenido una revelación.

Quería ser escritor, eso ya lo sabía. Entonces me di cuenta de que ya lo era, aunque no fuese más que un completo desconocido y sólo algunos me tomaran en serio.

Recuerdo mirar por la ventana de mi buhardilla a los árboles que se movían en el patio de la escuela de actores que había en la calle Miodowa.

Recuerdo sentir el sol golpeando en mi rostro y el olor de una primavera que ya había llegado.

De nuevo, volví a experimentar ese parón mental, la sensación de formar parte de un engranaje complejo y grande, la plenitud de no necesitar más. Volví a disfrutar de mi alrededor, del silencio durante días.

No tenía trabajo y tampoco una estabilidad financiera que me permitiera seguir así por mucho tiempo.

Pero no me importaba. No pensé en ello y viví cada segundo como si fuera único.

Por primera vez en veintitrés años, me había parado a pensar sobre la vida, sobre mi vida, mi existencia, las personas que habían pasado por ella, las relaciones que había tenido hasta entonces, la suerte que tenía de estar allí y no en otro lugar.

En veintitrés años nunca me había planteado quién era.

Y sé que suena demasiado bien, que es difícil explicarlo, pero realmente sucede. Por esa época ni siquiera meditaba, no me hacía falta.

Cuando somos capaces de desconectar del futuro y del pasado, aunque sea por evitar responsabilidaes, nuestro cuerpo se concentra en lo que tenemos delante y el mensaje es esclarecedor.

Sólo necesitamos estar solos y encarar esas malditas preguntas a las que tememos responder.

Me di cuenta de que ya había ganado la partida, a pesar de no haber comenzado.

Días después fui al salón de tatuaje.

No me importaba el dolor, ni tampoco sentía demasiada excitación por lo que iba a hacer, puesto que no pensaba repetir.

Pensé que escribir algo sobre mi piel, en un lugar visible, me ayudaría a recordar para siempre mi propósito. Y qué demonios, era mi regalo de cumpleaños.

Pasó el tiempo, los años, y reconozco que no volví a sentirme así por mucho tiempo… hasta ahora.

Casi un año después, esos instantes de lucidez, de lapso mental, de silencio, vuelven a mí con más frecuencia.

Con ellos, miles de preguntas, cantidades incalculables de mierda psicológica que sale a flote.

Mis miedos, los de muchas otras personas.

A veces, intencionados; otras, por accidente.

Y son esos instantes en los que no importa dónde estoy, ni qué tengo, porque soy capaz de parar las agujas y sentirme pleno, feliz.

Simplemente soy consciente de que, la mayor parte del tiempo, concentramos nuestra atención en el lugar equivocado.

Hay quien practica yoga, medita a diario, viste de blanco, va a misa, reza o toma peyote para llegar a lo más profundo.

Me contento con menos.

Sentarme en un parque, ver el amanecer, escuchar el sonido de las olas romper en la orilla, observar al perro, conducir por una carretera desconocida.

Vivimos con el miedo a estar solos, a enfrentarnos a la dualidad que nos diferencia del resto de seres vivos en este planeta.

Contestar a esas preguntas que viven escondidas en nuestra cabeza y a las que tememos contestar porque ya conocemos la respuesta.

Y, después, ser indiferentes ante ellas, porque hemos aceptado quienes somos.

El retiro espiritual no se encuentra en un monte, ni en un convento de clausura.

El retiro espiritual está en ti y comienza apagando la maldita radio.