Sábado

Hace tiempo que los sábados dejaron de ser una excusa para levantarse tarde. Si el lunes significa volver al teclado, a dejar que la prosa fluya y las ideas inunden mi habitación, el sábado es apagar la pantalla por un -breve- período de tiempo, echar la persiana, respirar el salitre de la playa, poner primera y meterme en la carretera para absorber momentos, conversaciones, cafés, botellines de cerveza bien fríos, aperitivos, vermú, recuerdos del pasado, baldosas rotas, relatos a medio acabar, canciones olvidadas, discos polvorientos, páginas amarillentes, copas de vino en mesas de madera rayada y dejarme contagiar por el bullicio de los bares. El sábado significa costumbrismo, mancharse las manos, pasear, pintar de romanticismo lo mundano hasta convertirlo en ritual.

Si hay un día de la semana en el que el tiempo se para, ese es el sábado, cuando la gente se embebe de vida, de gracia, de amor, cuando la gente se olvida del ayer y no piensa en el mañana y lo celebra en las calles, en las casas, en el cine, bajo una manta e incluso sin ella. A medida que la vida pasa, los sábados no son como eran antes pero, como los buenos vinos, maduran tomando otra textura, otra luz, y se dejan apreciar, de otro modo, con otro color, siempre con placer.

Sin duda, esto es apología de un día tan certero y necesario como el sábado.