Si hay agua, como en casa

 

Salimos disparados del aeropuerto de Modlin en dirección noreste. Pensé que haría más frío, pero no me podía quejar. Después de todo, no esperaba nada del tiempo en aquella zona.

Unos kilómetros después, nos habíamos alejado de la ruta convencional para meternos por carreteras que sólo Dios y mi amigo sabían a dónde nos llevaban.

Por la radio sonaba Love Her Madly de The Doors, por la ventanilla observaba el frondoso bosque nos abrazaba dejando una estrecha vía de doble sentido. Un túnel de árboles, pensé. Después bajé la ventanilla y cargué los pulmones de oxígeno. Por el camino, paramos a repostar en una gasolinera de Ciechanów, un pueblo que me sonaba por su cerveza, y decidimos comer algo. Pedimos un perrito caliente polaco, típico en las estaciones de servicio y algo que había olvidado casi por completo. La empleada me miró con asombro en el momento en el que abrí la boca y mi fuerte acento español caló sobre mis oraciones en polaco.

No era de extrañar. Aquel no era un lugar turístico, pero yo tampoco era un especimen perdido en medio del país. Y es que, pese a todo, aquel no era el lugar idóneo en el que encontrar sorpresas a diario. Lo entendí al momento en el que pedí un café.

Probablemente, allí nunca pasara nada y nuestra visita fuera lo más emocionante del día. Me hubiese gustado decirle que existía un mundo lleno de experiencias fuera de aquel sitio, que podía empezar de cero, enamorarse de ciudades que sólo había visto en revistas y que la vida merecía la pena. Pero yo no era un héroe, más bien lo contrario, y tampoco un ejemplo de nada.

Algunas decisiones deben nacer dentro de nosotros, germinando como una semilla.

No siempre es así y hay plantas que mueren antes de nacer.

Seguimos en ruta, escuchando clásicos de rock que sonaban por los altavoces y recordando viejos tiempos. En el maletero, una botella de Jim Bean para culminar la noche, inseguros de que los bares estuvieran cerrados con nuestra llegada.

Cruzamos inmensos lagos con aspecto de mar y finalmente llegamos a un pueblo costero en temporada baja. Al dejar nuestro equipaje en la habitación, le dije a mi amigo de caminar hasta el puerto. No estaba lejos y podía ver las velas en la distancia.

Cuando llegamos allí, nos metimos en una taberna y pedimos varias cervezas. Respiré a humedad, a fresco y un extraño sentimiento recorrió mi cuerpo. Por alguna razón, el agua siempre me acerca a mis raíces.

Y es que, a pesar de estar a más de tres mil kilómetros de mi hogar, rodeado de gente con los ojos claros y en un sitio en el que Google Maps hacía estragos por ubicar en mi teléfono, aquella cerveza supo a gloria y me sentí como en casa.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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