Soledad

 

La mirada es el espejo del alma, me decía mientras sus ojos se nublaban tras la tercera copa de vino. Podía sentir la pesadumbre en su mirada, el peso de una responsabilidad que no quería y la presión por ser alguien que no había elegido.

El alcohol sigue siendo el reducto de muchos que no saben a dónde ir, pero también el refugio para quienes buscamos un poco de silencio entre tanta palabrería. Cuando las cosas se ponen jodidas, hay que dar el callo, pero también encontrar el momento de frenada antes de la curva. De lo contrario, todo se va al carajo.

Seguimos teniendo los mismos hábitos y errores que hace quinientos años.

Camino melancólico por las calles del centro de la ciudad mientras cientos de imágenes del pasado se amontonan en mi cabeza. Nos guste o no, estamos solos en este mundo, cuando venimos y cuando nos vamos; cuando despertamos y cuando cerramos los ojos por un rato o para siempre. Cruda realidad que no vende panfletos de autoayuda, pero nadie se salva aquí.

La sociedad ayuda, acompaña, une, dicta, instruye, destruye, separa, pero existe un momento del día en el que la dejamos atrás para reunirnos con nuestros pensamientos. Y ahí es cuando la magia sucede, cuando somos capaces (o no) de entender lo que nos aterra, lo que nos sofoca.

En mi paseo recuerdo experiencias, momentos olvidados, besos y corazones rotos en los portales de la gran ciudad.

Apenas llevo unos meses aquí y siento que una parte de mí ha vivido años.

Quizá porque estuve ya allí antes, tal vez porque siempre estuve en ese lugar. Y no es que ya haya hecho lo que tenía que hacer, sino que prefiero aceptar que el tiempo pasa y que cada momento es único, irrepetible, sin la necesidad de repetirlo de nuevo.

Recorro los callejones y llego a una bonita plaza con terraza y mesas en las que la gente del barrio toma el vermú y sonríe disfrutando del fin de semana.

Photo by Adrian Sava on Unsplash

 

Siento que hay un complot para que sigamos siendo jóvenes, o al menos queramos serlo; para que nos pongamos a la altura de quienes tienen diez o veinte años menos que nosotros para robarles aquello que tienen y nosotros ya no, para darles lecciones de moral y experiencia, cuando sabemos que no nos van a escuchar al igual que tampoco lo hicimos nosotros.

Siento que hay un complot para escapar de nuestra propia identidad, de nuestros recuerdos, buscando el reciclaje constante y huyendo de los estándares de vida de nuestros padres para apoyarnos en los que unos desconocidos nos venden mientras les pagan los mismos que convencieron a nuestras familias.

Cada persona debe vivir su vida como buenamente pueda y apañárselas para que, cuando eche la vista atrás, el recuerdo sea agradable dentro de lo posible.

La felicidad no es un derecho, sino una responsabilidad, y desconozco si todos somos capaces de llegar a ella.

Por eso, mejor mantenerlo simple, volver a lo básico, disfrutar de un pincho de tortilla en un bar, de una conversación; caminar unos minutos para sentir el oxígeno, ver la puesta de sol, escuchar a los músicos de la calle que tocan jazz, llamar a esa persona con la que te apetece hablar, charlar del pasado, del presente, de lo que sea pero que te haga reír, aunque sea un poco.

No pensar demasiado, sólo lo justo para dar un paso al frente. Hacerlo lo mejor posible para que cuando volvamos a cerrar los ojos en la cama, en el suelo, donde sea, el frío de la soledad nos arrope y la cantidad de basura con la que cargamos salga a flote, sintamos que no es para tanto.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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