Somos todos iguales

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Vuelvo a escribir, al capítulo uno, a trazar historias. Paseo por los alrededores de Argüelles fijándome en el tubo giratorio de una barbería, en el expositor de una carnicería de ibéricos y en la barra vacía a estas horas del bar Rodríguez, que aún tiene el luminoso apagado, tan bonito por las noches con sus tubos de neón, tan clásico y a la vez tan de otra época.

El sueño que nunca acaba, el despertar que nunca llega. Las letras, su mundo y sus bestias pardas de columnas de papel. Escribir y vivir de la escritura hoy en día es algo abstracto, alcanzable y a la vez disperso. Tengo conversaciones, escucho argumentos y noto que, en muchas ocasiones, se persigue más el reconocimiento público que una vida decente. El ego malherido de quienes juntamos letras en una pantalla de ordenador. La amarga resaca de las palabras y la cerveza. Sinceramente, me quedo con lo segundo.

El anonimato de quien se toma el café y lee el periódico a las nueve de la mañana en ese bar de la esquina. Ser ése, uno más, de quien sólo algunos saben y, realmente, saben poco. Vivir con la tranquilidad de tener un techo, la nevera llena, pan, vino y embutido cuando llega el momento de celebrar. Vivir con la paz de haberme hecho a mí mismo. Decidir si hoy será lunes o viernes, sin depender del calendario.

Soy consciente de que la tecnología avanza más rápido que el pensamiento colectivo y no me importa, no interesa.

En algunas discusiones, me levanto y digo adiós. Es imposible romper la barrera del ciego, de quien no quiere ver más allá, porque se ha concienciado de que no hay otro camino, aceptando su propia derrota de antemano.

Madrid sigue siendo un cajón de sorpresas, incluso cuando trazo la misma ruta a diario. Como un cuadro, como un libro, siempre hay detalles en los que no me había fijado antes. Amanece por la cuesta de San Vicente. El Palacio Real siempre alegra la vista.

El tumulto de los viandantes altera al pobre cánido, que todavía no se ha acostumbrado al ruido de la gran ciudad. Me pongo en su lugar y los imagino a todos gigantes. Le echa valor, no le queda otra, así que le acaricio la papada, lo justo, y sigo caminando. Él cuida de sí mismo, yo de él y ambos de lo nuestro.

Desde mi escritorio escucho el incesante y molesto ruido de los taladros. Están construyendo un edificio de lujo en la calle. Noto que va para largo.

Y, he aquí, cuando me enfrento al teclado, a las palabras y pienso que nada ni nadie me va a ayudar a completar los veinte folios de hoy. A ellos les importa un carajo quien seas y a ti -como al resto de la calle- te debe importar lo mismo que estén haciendo lo suyo.

Entonces uno se arma de valor, agarra a la inspiración del pescuezo y se pone a trabajar.

A mí no me vas a joder el día, pienso.

En el fondo, somos todos iguales.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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