Talismán

La bossanova que salía por los altavoces ambientaba la sala. Era una de esas presentaciones a las que solía acudir solo, sin conocer a nadie más que a quien daba la charla, aunque nuestra relación fuese nula. Nunca sabía con quién me podía encontrar.

Nuestras miradas se cruzaron en la distancia como dos aviones a punto de estrellarse. Llevaba unos vaqueros ajustados y una blusa de tirantes que dejaba a la vista sus brazos. Sin pensarlo demasiado, antes de caer en las trampas mentales de mi propio ser, me acerqué a su grupo y me presenté.

Estrechamos la mano, saludé al resto de amigos que la acompañaba y me fijé en sus labios. Ella sostenía una copa de tinto, algo más llena que la mía. Tenía un acento extraño aunque exótico y una mirada que me arropaba como la oscuridad de un día de invierno. Su sonrisa silenciosa y permanente no me decía demasiado. Mientras la verborrea hacía su trabajo, buscaba alguna señal en su cuerpo, una grieta por la que escabullirme y robarle la calma que tanto aparentaba guardar.

Sin darme cuenta, había sido ella quien me había atrapado en su red de araña, convenciéndome de que sería al revés. Conversamos lo justo, pues siempre he tenido problemas para controlarme, y opté por beber y escuchar. Quería hacerlo bonito, pintar un lienzo, allí, entre los dos, que perdurara en nuestras mentes para siempre. Quería ser ese desconocido de película con el que la protagonista terminaba en una habitación de hotel bajo la luz de la luna. Ese ser sin nombre, sin identidad, pero con buena fragancia.

No iba mal encaminado, aunque el mérito no fue del todo mío.

Pronto entendió que la discreción y la sutileza era parte de la coreografía, que aquel escenario daría lugar a otro, a una secuencia más íntima. Pedimos más vino, alargamos los silencios y nos bebimos las palabras a la vez que sus ojos negros se fundían con los míos. Después regresamos a los labios, a las caricias sin contacto y al deseo más puro. Abandonamos el lugar, salimos al exterior y sentí cómo su piel se erizaba. Sin preguntar, me quité la chaqueta y se la coloqué por encima. Su expresión de alivio me bastó. Una sonrisa siempre vale más que mil palabras.

Subimos en mi coche, me dio el nombre de su hotel y se acomodó sin rechistar mientras Coltrane tocaba para nosotros.

Cuando entramos en su habitación, enajenados por el torrente que corría por nuestros cuerpos, nos besamos con pasión agarrándonos por la espalda. Su cuerpo era un paisaje de curvas y formas perfectas, una obra de arte digna de contemplar. Tomó mi mano, se quitó la blusa y me mostró el camino para perdernos entre las sábanas otoñales de la cama y caer rendidos de cansancio antes de los primeros rayos de sol. Al despertar, sentí su pelo sobre mi pecho y sus brazos atrapándome para que no me marchara. Olí su melena y le acaricié las mejillas con las yemas de los dedos. Era una sensación agradable y delicada.

Todas mis preocupaciones se habían esfumado en un instante.

Ella dormía, yo guardaba silencio y deseé con todas mis fuerzas quedarme allí para siempre, parar el tiempo, estirarlo de por vida y no salir jamás al exterior. Pero pensar en ello no haría más que lastimarme. Ni ella era el talismán que curaría mis males, ni aquel el fotograma final de una comedia romántica. La vida era más que eso. La vida eran momentos como aquel, sin demasiadas explicaciones, y el resto material de novela.

Giré el rostro, comprobé la hora en la pantalla del teléfono y atrasé la alarma una hora más. Después regresé a ella, que seguía dormida sobre mi cuerpo, la cubrí con el otro brazo, cerré los párpados y me dejé llevar por silencio.