Todo irá bien

Llevo un par de días ocioso, desairado, sin ganas de enfrentarme al teclado. El cuerpo suele hablar sin palabras. Escribir no es una ciencia exacta. Ni siquiera se podría decir que es una ciencia. Más bien, un ejercicio. Desconozco cómo funciona el cuerpo humano, la famosa creatividad, el flujo que nos conecta con el maravilloso mundo de las ideas, de la creatividad. En fin, bobadas a parte, es cierto que uno termina exhausto después de veinte folios diarios. A veces puedo escuchar el gorgoteo en mi cabeza, como cuando freímos un huevo. Pero insisto en mantenerme firme, sea mejor o peor lo que salga. De eso trata, ¿no? De ser constante.

Encima del sofá hay un cuadro que veo a diario.

Hay un Cadillac rojo en la playa, con una tabla de surf en el interior y matrícula de California. Pienso en Venice Beach, en San Juan de Alicante, en el paseo de Santa Pola y en que hace menos de un año estaba allí, y se siente como una eternidad. Abro una cerveza y pienso en la bonita historia que podría haber detrás de ese cuadro. La lámina es de IKEA, así que imagino que no estará solo en mi casa, sino que en otros hogares. Quizá por eso cueste tanto tener una obra única en la pared de tu casa. Si algún día salgo con una pintora, lo sabré.

Me gusta escribir en mi blog porque me libra de cualquier responsabilidad. Me gusta ir por libre precisamente por lo mismo, porque toco a la puerta de quien está interesado en lo que escribo, mis lectores, quienes merecen la pena.

Creo firmemente en que un una persona jamás debería mendigar para que le escuchen. Si tiene el talento para crear algo de cero, también lo debe tener para generar esa necesidad que, a simple vista, no existe.

El teléfono no suena estos días como debería, pero no importa. No le presto mucha atención. Es maravilloso seguir así. Vivir la vida es un asunto personal y el mío es bastante serio -o eso quiero creer-. Me gusta tomármelo así, como si cada día estuviera escribiendo un episodio más de mi propio espectáculo. Si no somos los protagonistas de nuestra existencia, entonces… ¿Qué nos queda?

Años después he terminado en la ciudad con la que siempre soñé. No estaba planeado, o tal vez sí, pero no me arrepiento de nada. Tengo la sensación de que los portales me hablan y que las aceras guardaban bajo las baldosas cientos de historias por contarme.

Foto de 2015 escribiendo La Isla del Silencio

Ya no pienso en Venice Beach sino en Gabriel Caballero. Último los detalles de su (octava) entrega. Han pasado tantas horas desde que me puse a escribir ese verano de 2015 frente al mar de la Costa Blanca. Ahora tengo más aguante para todo, he cambiado la brisa húmeda por el aire seco y ya no hay Estrella Levante sino Mahou en los bares.

Reconozco que hay días en los que la cabeza te traiciona, que miras atrás, no para comprobar si has cerrado la puerta, sino para volver a entrar. Días en los que te cuestionas todo menos lo que realmente importa de verdad. Días en los que valoras todo menos lo que realmente vale la pena. Pero esos días son necesarios para darte cuenta que tu peor enemigo eres tú y no has de creerte todo lo que piensas. De hecho, debemos tomarnos menos en serio de como lo hacemos.

Dar gracias por lo que nos hemos encontrado al llegar. Nadie nos esperaba.

Y recuerda: hasta Rocky Balboa se vino abajo una vez.

Por unas horas, tienes de oferta las tres primeras de Caballero.