Un escritor bandolero

 

Mi posición siempre ha sido férrea. Estoy de lado del forastero, de quien funciona al margen de lo que hace el resto. Me gustan las novelas del oeste porque suelo identificarme con el bandolero que llega al pueblo, sin importarle un bledo lo que digan o piensen de él, con un objetivo claro y agallas para salir victorioso, independientemente de que se líe a balazos desde las primeras páginas.

Normalmente, el bandolero tiene algunos rasgos comunes en muchas novelas. Se toman los encargos con seriedad. Suelen ser personas nobles y leales con quienes les tratan desde el respeto. Guardan principios y reglas férreas que no suelen romper, salvando alguna excepción. Olvidan rápido lo malo, encaran los problemas tal y como vienen, sin rencores ni odios, y no tienen piedad alguna con los infames y los carroñeros.

Y, por supuesto, les gusta beber.

Entre chato y chato de vino, al final de la jornada, este verano me he dado cuenta de que llevo un pequeño bandolero dentro, a pesar de no haber empuñado un Colt en mi vida, ni poseer una experiencia ecuestre.

En este mundo de farándula, historias, éxitos y fracasos, hay que agudizar el ojo para conocer de un vistazo lo que tenemos delante. Haberse curtido lo suficiente para no acabar en el suelo abatido a tiros a causa de la inexperiencia.

Porque, cuando llegues al poblado, nadie te tomará en serio, ni importará de dónde vengas o lo que hayas hecho antes, a menos que tengas el revólver siempre preparado con unas cuantas muescas que hablen por ti.

Entonces, a ver quién tiene agallas para disparar primero.