Atrofiado

Me dije que tenía que volver. Me resulta difícil aceptar que ya estamos entrando en el final de algo, del mes de septiembre, de un proyecto que iba para unas semanas -y que se convirtieron en meses-, del propio verano… pero es así.
Me dije que tenía que retomar algunos hábitos prepandémicos para cubrir el vacío que han dejado aquellos de los que ya me he deshecho. Y en ello estoy.
Me impuse un alejamiento de las distracciones durante unas semanas, al menos, hasta que terminara la novela pendiente y me hiciera cargo de los proyectos que giraban a mi alrededor. Quite las notificaciones del teléfono, eliminé las aplicaciones que me conectaban con lo virtual y vi cómo los correos se acumulaban en la bandeja de entrada. No lo eché de menos y me alegra que así fuera.

Me apliqué la ley de Pareto en la que el veinte por ciento de mi tiempo en línea debía cubrir las necesidades de ese ochenta restante. Y me temo que así seguirá. Hace unos años tenía muchas cosas que sacar de dentro. Ahora siento que las palabras llegan más despacio, como una marea baja que se aproxima a la orilla de la playa.

Poco a poco, uno se desprende de viejas pieles, se olvida de algunas cosas, huye de la atención y se enamora de la intimidad. Los días no son tan largos como me gustaría. Si por mí fuera, aún seguiría en esa coctelería del barrio viendo desde la barra cómo servían mi Glenfiddich con ginger ale. Si por mí fuera, existiría un disco de jazz para cada atardecer.

Escribo estas palabras atrofiado, como un motor de coche que arranca después de un letargo. He pasado el verano escribiendo, pero también reescribiendo. Pero escribo, al fin y al cabo, que es lo que importa, y estoy bien, que es de lo que se trata.

Sigo pensando que lo mejor está por llegar.