Aullidos

 

No necesité más de cuarenta y ocho horas para que la gran ciudad me diera un bofetón y me sacara de aquel estúpido sueño.

Un aullido, eso fue todo lo que sentí.

La fantasía en la que empezaba a sentirme a gusto, me estaba arrastrando hacia el abismo.

Una actitud que no me podía permitir.

Digamos que me había acomodado.

No existe peor sensación que bajar la guardia y ser consciente de ello.

Desde pequeños, nos convencen para que encontremos ese balance en la vida donde la prosperidad equivale a la suma de cierta dosis de calma, un poco de disfrute y la seguridad de no tener que volver a tener quebraderos de cabeza.

Los medios, las clases políticas y demás entes que controlan el mensaje del entorno nos han convencido de que tenemos derecho a dejar de preocuparnos por nuestra propia supervivencia, un error que, como humanos, no nos podemos permitir.

Así pues, la mayoría de las personas nos dejamos convencer desde muy pequeños de que ese es el verdadero éxito, el último pedestal para alcanzar la felicidad. Y cuando las cosas salen como no esperamos, tendemos a delegar la responsabilidad a otros en lugar de a nosotros mismos.

Desde hace más de una década comprendí que no existe más mentira que la de creer que alguien nos debe algo por el mero hecho de existir.

Aprendí que la felicidad era un estado moldeable, fácil de cambiar por los acontecimientos, y que no era más importante que otros como la calma o ausencia de ansiedad. Instintos que hemos olvidado pero que forman parte de nuestra genética como depredadores que somos.

Photo by Mike Gorrell on Unsplash

Entendí que el cambio constante al que el mundo de hoy se somete, afectado a diario desde diferentes partes del globo, también me afectaba a mí. Que no podía dar nada por sentado, ni asegurar la durabilidad de un oficio, ni de una relación o un sentimiento.

Lo que ayer fue, hoy ya no existe.

El primer paso fue tomar responsabilidad de mí mismo. Resultó liberador.

El segundo, aceptar que debía convivir con este sentimiento el resto de mi vida, que nada era tan importante (ni siquiera yo) y que, como todos, en polvo me convertiría tarde o temprano.

Después, todo se volvió ligero y esa voz de la conciencia dejó de hablar. Todo lo que poseía, carecía de significado y el apego se convertía en un término más del diccionario.

Reconozco que tomar esta actitud ante la vida, me ha llevado a donde he querido, sin temer por lo que habría detrás o, mucho peor, por si no habría nada al llegar.

“brown house surrounded with tree” by Mikel Ibarluzea on Unsplash

Sin embargo, como el agua estancada, no existe nada peor para el desarrollo que quedarse parado mientras el mundo sigue en constante movimiento.

Me acomodé creyendo que sería un descanso efímero para volver a la carga. Comencé a relajar los músculos de la supervivencia. Acallé el instinto cazador que me había ayudado a mantenerme presente y lo que iban a ser unas merecidas vacaciones se convirtió en un calvario espiritual de varios meses.

Como Buck, el perro de “La llamada de la selva” de Jack London, estaba perdiendo los instintos primitivos que me habían mantenido siempre alerta, hambriento, dispuesto a subir en lugar de bajar.

Afortunadamente, tan pronto como llegué a esta ciudad, me di cuenta de que estaba equivocado. El sentimiento volvió a aflorar en mí. La auténtica selva era esto y yo me convertía en nada, en uno más, en un animal con ganas de sobrevivir.

Hace apenas una semana, en un encuentro social, un padre de familia junto a su hijo, me contaba que el pequeño quería ser escritor. El joven no parecía muy convencido de las palabras de su padre ni tampoco dispuesto a escuchar mi respuesta.

Pensé en contarle lo difícil que había sido la hazaña de empezar el camino y todos los pormenores que tenía por delante, pero él no era más que un cachorro en desarrollo.

Al ver los ojos de ambos, me di cuenta de que ninguno me iba a entender, pues yo era un escritor con suerte y aquel hombre sólo intentaba decir algo pasajero para quedar bien conmigo.

Viendo al padre, di por hecho de que ese joven terminaría estudiando lo que le impusieran.

Busqué las palabras adecuadas, que no tenían por qué ser acertadas, y me dirigí al chico.

—Hagas lo que hagas, si es lo que te apasiona, vas a tener muchos problemas con él —dije y señalé a su padre.

Todos sonreímos. Olí el miedo en uno, y la esperanza en el otro.

Un aullido, lejano, cómplice. Eso era todo lo que necesitaba.