Incluso aquí, en el Levante, empieza a soplar el fresco por las mañanas. Rápido olvido el otoño mesetario, tan rápido como disfruto del cielo raso, de las mañanas soleadas y de esos atardeceres infinitos, que te hacen sentir en un verano (casi) eterno. Suena Bill Evans en casa estos días, sin prepararlo, como algo inconsciente. Será por el cambio de estación, el próximo cambio de hora, o qué sé yo. Se cierran proyectos, se abren otros nuevos y, una vez más, uno siente el desafío de lo desconocido, la curiosidad de averiguar qué hay al otro lado del horizonte, más allá del mar, donde todo acaba, donde todo, realmente, comienza. Trabajo en una nueva serie, larga, que no verá la luz hasta enero, y que toma vida, se desliza y se descontrola, como un cefalópodo, como uno de esos lunes en los que planeas cada minuto y nada sale como esperas. Y, cuando eso ocurre, no te queda más que brindar. Brindar para celebrar, brindar para hacer más leve la desgracia, brindar para que ocurran cosas.
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