Cuando yo iba mucho al Starbucks

people sitting inside establishment

Sabía que llovería, así que salí antes de hora a pasear al perro y tomar el fresco. Eran las cuatro y media de la tarde, una hora poco habitual para mí. El parque estaba desierto, el viento soplaba y, desde lo alto del Debod, podía ver las nubes negras que se acercaban.

Me fijé en los árboles, en la colorida estampa otoñal y me di cuenta de que el frío había entrado sin avisar. Bajé la escalinata de piedra con mi fiel amigo, bordeé el barrio y entramos en casa. Preparé café y las tripas me rugieron. Era cosa de la temperatura. El frío siempre da hambre.
Entonces recordé aquellos días glaciares, de cielos grises y nieve bajo mis pies. Me paré a pesar en que llevaba años sin pisar un Starbucks. En España no me llaman la atención. En el extranjero era un habitual.

Si en el pasado, los escritores famélicos iban a los cafés porque tenían radiadores y se resguardaban del frío, en los tiempos modernos, aquellos cafés eran franquicias cafeteras, al menos, para mí.

Recuerdo pasar allí días, tardes enteras, escribiendo, leyendo en mi Kindle o, simplemente, resguardándome del frío mientras esperaba a alguien. Ese café aguado de medio litro, que pedía para echarme algo caliente al estómago, hoy me trae buenos recuerdos. Esos sándwiches recalentados, con rúcula y queso fundido, que alimentaban un sueño que no tenía vuelta atrás. Esas camareras que me llamaban por mi nombre, en voz alta, cuando el café estaba servido, a pesar de no conocerme de nada. Me pregunto cómo algo tan mundano puede significar tanto.

Sin embargo, a pesar de pasar horas en los cafés, nunca me ha funcionado escribir con personas alrededor. Ni allí, ni aquí, pero aquello era un gesto de supervivencia y hoy estoy en otro entorno. Si tengo gente, me bloqueo. Siento que miran lo que hago, aunque no sea así. Cuanto más me alejo de la compañía, mejor se me da. Por eso me vuelvo tan productivo cuando paso meses alejado en la campiña alicantina.
Termino estas palabras con un hambre atroz por comerme uno de esos emparedados. Pero mejor dejarlo en el recuerdo. Nunca vuelve a ser lo mismo y eso se transforma en una decepción.

Prefiero encontrar una nueva razón por la que ir al café, aunque no sea escribir. Prefiero decir que estuve allí, en algún momento de mi vida, y estuvo bien, pero ahora me decanto por otros lares. Y, aunque hablo de cafés, podría también hacerlo de personas. En el fondo, se trata de aprender a gestionar los recuerdos.