Cuida de los tuyos

El detox de la distracción. Lo he intentado en multitud de ocasiones, pero siempre vuelvo a tropezar con ese pedrusco omnipresente. El día tiene veinticuatro horas, algunas de ellas para dormir, la mayoría para escribir, unas cuantas para leer y el resto para divertirme. El otro día publiqué una foto de un Aperol Spritz a mediodía, en una de las terrazas que quedan cerca del paseo del Prado. Recibí un mensaje, que por qué bebía solo a esas horas, y es que, pardiez, uno ya no puede disfrutar del aperitivo a media mañana sin tener que contextualizar lo que hace y con quién lo hace. Acto seguido, volví a borrar la aplicación que había instalado minutos antes. Lo mío con Instagram es un ir y venir, hasta que acabo dándome cuenta de que me satura y me importa un carajo lo que otros estén haciendo. Llegados a este punto, reflexioné sobre la relación que él (un iPhone negro con la pantalla partida) y yo (el que escribe) teníamos. Y no era para nada buena. El aparato, como tal, no tiene culpa, pues es bastante útil si no permito que el vórtice social me atrape. Y es que yo no nací para ello, ni para mostrar mi cara (que bastante ya tienen quienes me ven a diario), ni tampoco para contaminarme de la polución que no quiero.

Tal vez me esté haciendo mayor o puede que necesite un respiro. Sea lo que sea, repaso los números y me doy cuenta de que, realmente, todo esto aporta poco a mi bolsillo, en lo que se refiere a mi trabajo, y que no encuentro nada de interesante en los textos anodinos, en la expresión decaída, en la corrección social, en el statu quo paralelo que cabe en el cristal de siete pulgadas. Entonces, me pregunto, ¿qué diablos hago aquí? No, la vida sigue. Los escritores como yo (o los que se ganan el pan de otro modo), los corsarios de la red, quienes nos regimos por otras reglas (que también se han de cumplir), creemos que estar en todas partes es más que necesario y, aunque no lo discuto, cada cual debe encontrar su canal, aunque sin saturarse ni obsesionarse.

A mis lectores los quiero con locura y procuro estar con ellos en la conversación, hacer para que me encuentren sin parecer el becerro de oro que da permiso para hablar. Si escribes, además de tu labor, esto es fundamental. El resto, paja. Craso error de quien se cree todavía importante por sacar algo que será olvidado en cuestión de meses.

Olvídate de quien comente a tus espaldas, de quien critique bajo seudónimos. No importa lo que digan, si no tienen agallas para decírtelo a la cara (y a la cara es en persona, no a través de un teclado).

Haz feliz a los tuyos, la familia (en este caso, la que eliges) es lo primero. El poder se resume en la comunidad y el afecto que tú creas, en el oficio, en la atención de ese mecánico que te saluda cada mañana y te pone el coche a punto, sin trampas, antes de pasar la revisión anual; el cuidado de la florista que elige las mejores rosas para ese ramo, sin colarte las mustias.

Las cosas no caen del cielo, como diría Tony Soprano (podría citar a este hombre todo el día, la serie es una mina de oro), por eso conviene hacerlas bien y seguir avanzando. No es necesario cuestionárselo, ni darle segundas interpretaciones. Es un dogma, y punto.
Dicho esto, estés donde estés, corta el cable, desconecta de la opinión ajena y sigue haciendo eso que tanto te gusta.

Llegarás, créeme que llegarás.

Y, ahora, ha llegado el momento de seguir escribiendo. Las historias no se cuentan solas.