Decir no

woman in white t-shirt carrying black leather backpack

Madrid es un hormiguero que nunca descansa, ni siquiera de madrugada. En la puerta de aquel McDonald’s de Gran Vía con Montera, le dije que no, que yo me iba a casa y ella a donde le diera la gana. Estaba cansado, no de aquello, sino de seguir despierto tantas horas, y además tenía la cabeza en otro lugar. Le dije, sin pensarlo demasiado, que si tanto merecía la pena, podía esperar unos días.
Porque hace años que lo bueno, lleva tiempo.

Deambular por esta ciudad, sin rumbo fijo, es como visitar un álbum de fotografías antiguas. A menudo digo que esta ciudad me ha dado mucho, incluso cuando no vivía aquí. Antes me daba esperanza, la fe de dejar mi marca a diario, de ser parte del decorado y no limitarme a las visitas esporádicas de fin de semana. También me daba fuerzas para creer que todo era posible, diferente y especial. Las fiestas que nunca terminan, las conversaciones que nunca llegas a tener en otro lado, la gente que nunca conocerías si no estuvieras aquí, los conciertos a los que hubieses podido ir y los bares castizos por los que no te dejarías caer si no los tuvieras tan cerca. Hoy todo eso es posible, lo ha sido y noto que, en cuestión de tiempo, la luz del sol es diferente, lo novedoso se vuelve cotidiano pero, ni por esas, pierde su encanto. Pero, para estar aquí, he tenido que aprender a decir que no a muchas cosas. No sólo a sacrificarme por construir algo de cero, sino también a renunciar a un montón de ideas que no iban conmigo. Decir no, resultó difícil al principio, porque iba en contra de la opinión popular, del entorno, de las ideas preconcebidas heredadas. Pero cuando aprendí a decir no a tantas cosas, me di cuenta de que ya no temía a nada, ni siquiera a los que me habían dicho que no a mí. Con el tiempo, le perdí el miedo a eso que parecía inalcanzable, a las figuras influyentes, y me volví ácrata con los viejos estándares. Me distancié de lo correcto, de la meritocracia y de la actitud de halagar en busca del favor ajeno. Cuando no tienes nada y te preguntan, sólo puedes decir no y seguir tu camino, si no te interesa. Cuando tienes la libertad de levantarte de la mesa cuando quieras, decir no te hace más poderoso. Pero decir no, no significa ser un déspota, ni un imbécil que busca herir a otros. Al contrario. Decir no, simplemente, significa decir no cuando no te interesa.

Paseando por la plaza de Ópera, me pierdo por un callejón para visitar Casa Paco antes de terminar unos recados. Callejeo por el Madrid antiguo, en una mañana cualquiera, y me doy cuenta de que existe una parte que no conozco, aunque la observo de refilón, con timidez para que no salpique. Junto a mí, como completos desconocidos, también caminan los que vinieron aquí porque esta ciudad les daba esperanza para seguir creyendo, para convertirse en famosos actores y actrices, para ser súper estrellas del rock o para que las portadas de sus libros forraran la plaza de Callao. La búsqueda incesante del ser humano por el reconocimiento ajeno, nos lleva a hacer sacrificios impensables. Algunos dijeron basta y renunciaron a sus sueños, otros dijeron sí a todo y lo consiguieron y quizá, unos pocos, quién sabe, se negaron como yo.

Cuando entré al bar, me acordé de esa chica y en el cabreo que agarró cuando le dije que no. No era personal, ni mucho menos, pero me temo que es algo que nunca sabrá.

El problema es que a nadie le gusta que le digan que no, hasta que esto (y todo) deja de importar.