Días lentos

He vuelto a la vieja costumbre de escuchar jazz por las mañanas.
A veces, pongo un vinilo de Bill Evans o Miles Davis en el tocadiscos, con el volumen bajo, mientras sale el café. Otras, me guío por jazzradio y dejo que elija por mí. El perro duerme cerca de mi escritorio, el cielo se ilumina por la ventana y veo el amanecer un día más. Limpio, como un lienzo sin estrenar. Será un buen día, pienso; soleado, como casi todos, aunque me resisto a aceptarlo como norma. Quizá porque la rebeldía sigue dentro de mí. Me resisto a dar por sentados ciertos hechos. Y esa pequeña resistencia es la que me recuerda a los días fríos, de cielos nubosos, de ruido y ajetreo en la calle, en el bar de Ledrado, en las paredes de mi viejo piso de Chamberí.
Hay cambios que son inevitables, otros que son necesarios y algunos que suceden y encajan como una pieza de rompecabezas, en la línea espacio temporal de la vida. En pocas palabras, estos últimos se dan cuando tienen que darse, como el punto final de un capítulo que no necesita revisiones. Más o menos, sucede así. Aunque uno no puede resistirse a la belleza que brinda la naturaleza, es absurdo poner diques a lo que no existe. Por suerte, y para mi sorpresa, no existe anhelo, ni echo de menos, ni me resisto a seguir mirando atrás, porque no hace falta. Madrid, en mi corazón, como todo lo demás, pero ahora queda como algo distante.
Es aquí, presente, cerca del mar, donde estoy ahora y toca seguir. Los años me han ayudado a guiarme por la intuición, por el saber de las entrañas y calibrar cuándo dar el paso. Aunque sentí el vértigo por unos instantes, mientras lo decidía frente a la playa de Santa Mónica, en Los Ángeles, hoy sé que fue un acierto.
Sigo con mis rutinas, aunque más lento. El café sigue siendo negro, sin leche, y en la moka. Sin quererlo, me he desprendido del ritmo frenético de la gran ciudad para dejarme abrazar por la vida lenta del Levante, del Mediterráneo. Tal vez, haya perdido velocidad, pero he ganado en paciencia, en entereza, en reflexión, en ver las cosas desde otro prisma, en cocinar a fuego lento, en escuchar un poco más, y todo esto también influye en la escritura.
Por supuesto, no soy tan idiota como para pensar que el tiempo pasa para todos, menos para mí. Pero, ese es otro tema.
Ahora, al observar el romper de las olas en la orilla, o el balanceo de los pesqueros atracados en el puerto, uno aprecia cosas que no lograba comprender veinte años atrás. Eso, supongo, es una buena señal.