Dubái era una fiesta

Dicen que para contar buenas historias, además de leer y escribir, también hay que vivir.
Leía a Fante en la pantalla de mi Kindle mientras esperaba que el tren de cercanías me llevara al aeropuerto.

Un día fatídico, apresurado.

El cielo estaba gris y el reloj, una vez más, corría en mi contra. La maleta pesaba más de lo usual. Yo, que siempre solía viajar con lo justo, la había cargado de camisas lisas, ropa interior y pantalones de verano. Estaba emocionado. Por primera vez saldría de Europa. De Europa. Para muchos, algo de lo más normal, pero no para mí. Quizá porque aún pertenezco a esa clase en extinción que se toma las cosas con calma, que viajaba cuando el cuerpo lo pide y no cuando se lo impone, que experimenta cosas por primera vez casi a los treinta.

Bandini, el álter ego de Fante en su novela, hablaba con soberbia de su posición como escritor mientras moría de hambre pelando naranjas bajo el escritorio. Parecía feliz. Y digo parecía porque así me lo pareció hasta donde leí. Aquello me hizo sentir bien, orgulloso.

Para mi fortuna, hacía tiempo que había dejado de pelar naranjas bajo la mesa, pero no debía bajar la guardia. El infortunio de los juntaletras siempre estaba a la vuelta de la esquina. Nunca sabía cuándo volvería a pelar naranjas bajo el escritorio.

Tras un accidentado viaje hasta el aeropuerto, finalmente me embarqué en un avión de dos plantas en el que pasaría siete horas hasta llegar a los Emiratos Árabes.

Nuevas sensaciones, almohada y manta para dormir, sitio espacioso y conexión a internet. Incluso tenía una pantalla digital por la que ver documentales y escuchar toda la discografía de Coltrane.

Maldita sea, pagar por ello casi merecía la pena.

Observé a mi alrededor y sonreí al comprobar que el avión se llenaba lentamente de diferentes tipos de personas. Encontré la excitación de las parejas que viajaban a otro mundo como yo. Vislumbré los rostros de aquellos, solitarios como yo, enfundados en sus chaquetas y camisas con gemelos, mantenían la compostura para parecer seres de otra clase social. Pagar más por algo no nos hace sentir más pobres, sino más importantes. La falsa sensación de tener otra cuenta corriente con más ceros, aunque sea por unas horas.

Mientras sobrevolamos el Mediterráneo, tuve tiempo para escribir, leer, ver un documental protagonizado por Michael Caine, disfrutar de la comida empaquetada de las aerolíneas, beber vino y quedarme dormido en varias ocasiones.
Finalmente, hastiado de estar allí dentro, vi las luces de la ciudad desde lo más alto. La ciudad de Dubái parecía algo extraño, brillante pero diáfano.

Aterrizamos, salimos de aquel avión y me sumergí en lo que sería el principio de una aventura que ya había comenzado sin darme cuenta. Existen momentos en la vida en los que uno debe guardarse ciertas cosas para sí mismo, fotografías mentales maleables que pueden dar cientos de historias diferentes, secretos que jamás deberían salir a la luz.

Durante mi estancia, breve pero excesivamente intensa, tuve la suerte de perderme en el desierto, el maldito desierto que separaba Dubái de la frontera de Omán. Aves y mamíferos que jamás había visto en la vida posaron cuando disfrutaba de un almuerzo en un lugar tan hermoso. Los camellos pasaban a lo lejos dejando un rastro por su camino mientras el sol redondo, propio de escena de Hollywood, se ponía a mis espaldas en medio de un montón infinito de dunas rojizas. Como si sostuviera un trébol de cuatro hojas, el destino me puso un Rolls Royce que me llevó de vuelta a la ciudad, una bestia negra en la que podía tocar botones que me masajeaban la espalda a la vez que echaba una cabezada sobre la tapicería de cuero.

Tras un ligero pestañeo, me vi subido en un yate rodeado de desconocidos, fingiendo ser el capitán en una fiesta de cumpleaños donde corría el vino y un repartidor de pizzas llegaba en moto de agua para entregar el pedido, las mujeres tomaban el sol en la cubierta y el único europeo era yo. La escena parecía una fotografía de Slim Aarons.

Conocí a un tal Omar que se interesó por mis libros; a un tal Khaled y a su mujer que querían saber más sobre mi país. Varias copas después, estaba rodeado de un grupo de egipcias de ojos negros cuyos nombres no recuerdo pero sí sus bellas sonrisas. Para mí, todas se llamaban Cleopatra. Un elenco que escuchaba con atención las historias que les contaba sobre mi vida, aparentemente interesante para ellas, no por la complejidad, sino por haber dado con algo que sus cuentas cargadas de dinero no lograban entregarles: la belleza de lo simple, de cargar con quienes somos sin miedo a fracasar, del amor por la vida sin miedo, sin prejuicios y entendiendo que nuestro paso es una fiesta.

Burbujas de espumoso, felicidad con la brisa en mi rostro y el espíritu en una nube.

Me acordé del tal Bandini, de sus naranjas, y de lo afortunado que era habiendo encontrado la felicidad. Momentos inimaginables hasta entonces que sólo podían ser pagados con dinero o suerte, y yo contaba con más de lo segundo.

Paseé bajo el sórdido e infernal sol de la ciudad, empapado de sudor y con la esperanza de encontrar un oasis donde refrescarme mientras los locales con turbante fumaban shisha y los Lamborghini pasaban a toda velocidad. Me perdí por las diferentes plantas de los hoteles que hospedaban fiestas, discotecas, clubes selectos, restaurantes palaciegos y centros comerciales en un mismo edificio. Cené bajo la luz de la luna y frente a la playa del golfo Pérsico y vi el espectáculo de luz sobre el Burj Khalifa, el rascacielos más alto del mundo.

Ya en Madrid, inspirado y cargado de ideas, saboreo el café con cierta pesadumbre acusada por el cansancio y las fotografías mentales que me vienen a la mente como si de un sueño largo se hubiera tratado.

El barrio respira calma, los bares vuelven a abrir cuando salgo con el perro y el frío del otoño me acaricia con cuidado. En lo alto del Templo de Debod, el músico callejero toca El concierto de Aranjuez para mí y sonrío por dentro.

El otoño a mis pies y un cúmulo de experiencias que me mantienen vivo. Vuelta al trabajo, a las letras, a la rutina mundana que algunos odian tanto y que yo tanto añoro cuando no la tengo.

Recuerdo aquellos rostros lejanos y sus diálogos, como si formaran parte de una novela que escribí hace tiempo, como si fueran a tomar protagonismo en una historia que está por escribir. Me acuerdo de ellos y de mí.

En el fondo, todos buscamos lo mismo.

Antes de entrar en el portal, me fijo en toda esa gente que corre apresurada antes de perder el tren.

Quién sabe, tal vez comiencen su aventura hoy.

Tal vez no.

Haz lo que tengas que hacer, pero procura ser feliz.