El Festival de Cannes

A escribir, se aprende. Sin embargo, el carácter lo tienes o no. Y el carácter es lo que marca la diferencia, entra una venta y un olvido, entre un beso y un “seamos amigos”. Porque la vida es venta, desde que sales por la puerta de tu casa hasta que te entierran. Lo veo y así lo siento, o lo he sentido, sobre todo, estos últimos días en Francia, durante el festival de Cannes, paseando por la feria, entre canapés y mostradoras de productoras de cine, entablando conversaciones con guionistas y directores en busca de financiación. ¿Acaso no funciona así el mundo? Gente que busca el dinero de otra gente para financiar su historia. Gente que repite lo mismo, una y otra vez. Por suerte o por desgracia, nací con carácter y aprendí a venderme antes que a escribir.

La Riviera francesa tiene el mismo color que los carteles modernistas de los años setenta y, aunque era la primera vez que la visitaba, me sentía muy cercano a casa, próximo a esos veranos de infancia, de cine de verano en lo alto de un edificio, de helados y atardeceres interminables. Nostalgia, tal vez, pero también el olor a sueños en el aire. La ambición de directores, intérpretes y escritores en busca de su pedazo de gloria, de un porvenir más digno, de un cheque en blanco que los catapulte a lo más alto. Fama y vanidad, champán frío y cenas copiosas en el salón del Marriott.

A pesar de lo que muchas personas piensan, el cine tiene un lado gris como el de cualquier otra industria y, aunque lo veía venir -la industria del libro es muy parecida-, estos días entendí que no hay tanto dinero como nos hacen creer y que el cine, como la vida, no es más que un continuo baile de máscaras, de sombras y de luces, donde gana el que mejor se vende y no el que más talento tiene.

Pero no todo eran reflexiones profundas bañadas de burbujas. También hubo tiempo para la contemplación y, en más de una ocasión, me sentí en un entorno de una de mis novelas, sin apreciar muy bien entre lo real y lo ficticio. El tiempo acompañaba, la primavera flotaba en el aire y era difícil ignorar la belleza que pasaba por mi lado, en cada esquina, en cada calle empedrada. Unos ojos, un vestido, una sonrisa. Todo formaba parte de un cuadro -quizá idealizado con los años-, de una obra interminable. A veces, siento que soy un personaje dentro de otro, como una muñeca rusa en la que, al final, estoy yo, pero luego se me pasa como una resaca ligera de domingo.

Días de trabajo y de mucha digestión de información. Comimos y bebimos en más de un bistrot, paseamos por la playa mientras proyectaban “After Hours” de Scorsese -gran película y una historia con la que me identifico- y descorchamos vino francés en la terraza, a la luz de la luna, con el cielo negro y despejado, avistando los tejados naranjas y escalonados del casco histórico y con el mar de fondo, respirando tranquilo. Si es tu primera vez, al menos, hazlo lo mejor que puedas para regresar más tarde.

Sigo fiel a la idea de los viajes incompletos, como explicaba el chef Bourdain, de ver lo justo, para volver con ganas de más. Porque, al final, todo se reduce a eso: a una experiencia, a un momento único, presente, que luego se distorsiona, a medida que lo contamos, más y más, hasta que se transforma en un recuerdo que jamás sucedió. Quizá, esto último, es una de otras muchas razones por las que escribo, para contarlo, a mi manera y desde mis ojos, antes de que expire, para mí, para el futuro, para siempre.