Entorno

Desde hace tiempo, me fascinan los mecanismos propios que las ciudades tienen. Además del porqué de su arquitectura, siempre he sentido una amplia curiosidad por el modo de vivir de sus gentes -eso que llaman estilo de vida-, las formas en la que se desenvuelven y comportan los resultados que éstas producen.

Tal vez, mi sorpresa llegó en Varsovia. Hasta entonces, había visitado muchas ciudades, dentro y fuera de España, aunque sólo había vivido en una que no fuera la mía. Por aquella época, Riga era -y sigue siendo- una capital pequeña. Una ciudad báltica que servía como centro logístico del país. Muy bonita y con oferta suficiente para hacer lo que deseara, aunque con alma de ciudad pequeña en la que todos terminan conociéndose. En aquel momento mi obsesión era otra, la de vivir en una ciudad más grande y, poco después, terminé encontrando mi sitio en Varsovia.

La capital polaca me enseñó muchas cosas, entre otras, la utilidad del transporte público, la percepción de las distancias -lo que antes me parecía lejos, ya no lo era-, el ritmo acelerado de una gran ciudad, algo que yo no tenía -y sigo sin poseer- en mi ADN.

Aprendí a perderme como un ser anónimo entre las barras de los bares, los clubes nocturnos y a ser un don nadie, con los aspectos positivos y negativos que eso conlleva. Sorprenderme con barrios en los que la gente tenían otras sonrisas, otras formas de ver la vida, en la misma ciudad. Sociedades que crecen y giran en torno a la base de sus salarios. Sueños que para algunos pueden parecer pequeños y para otros imposibles de alcanzar. Aceptar que estás envuelto en una vorágine de cambio, en la que nada es estable ni perdura demasiado tiempo.

En un lugar donde había tanta gente, tanto del país como de más allá de la frontera, resultaba muy fácil perderse emocionalmente y anhelar regresar a casa. Por fortuna, no experimenté aquello, pues siempre he mantenido mi mundo interior intacto, aunque sí lo sentía en algunas personas que procedían de ciudades cercanas a la capital.

Descubrí lo que era pasear por el Parque Real cerca de casa mientras entendía de qué pasta estaba hecho. Por mucho que viviera allí, siempre seguiría siendo de una ciudad pequeña con alma de pueblo. El lugar donde crecemos nos marca para siempre.

Entender mi pasado, mis raíces, también me ayudó a comprender, de forma positiva, mis anhelos. Me jugaba mucho con mi regreso, pues Varsovia era una ciudad que me lo ofrecía todo y en la que estaba muy a gusto, pero era el momento de cambiar si quería enfocarme en mi carrera como escritor. Regresar a un lugar estable, libre de cambios de temperatura y, sobre todo, tranquilo, algo que en las capitales nunca se consigue.

Con el tiempo, he llegado a entender que aquí el reloj corre más despacio, aunque para mí no lo haga; que la mentalidad está formada por otros ideales ajenos a los que yo sentí bajo las torres de oficinas. De nuevo, lo tradicional perdura, porque es de lo que el entorno mama y, sin juzgarlo, lo acepto sin más.

Por tanto, es importante tomar distancia, abrirse y apreciar lo que nos rodea sin dejar que la mente nos lleve a la nostalgia o a la idealización de lugares, porque sólo así gozaremos de lo que tenemos delante, sin prejuicios ni comparaciones porque cada entorno está formado por personas que, de un modo u otro, tienen algo que ofrecer.