Epifanías

 

Hace un año y medio tuve una epifanía. No recuerdo si fue un sueño o un pensamiento venido de la nada. Tan sólo conservo algunas imágenes en tercera persona.

Despierto de la cama emocionado y corro hacia el cuaderno para anotarlo todo.

Hoy me topo con esos cuadernos y no logro encontrar lo que escribí aquel día.

Anoto mis reflexiones esporádicamente desde hace más de siete años. Hay temporadas en las que no escribo nada y otras en las que reflejo mi visión a diario.

A pesar de que la mayoría de ellas no son más que abstracciones personales, echando la vista atrás, encuentro un patrón y un rumbo marcado.

Casi una década después, he materializado la mayoría de los objetivos que en su día vi como sueños idílicos o fantasías para otros. Objetivos marcados y remarcados por culpa de la ausencia de respuestas.

Tomo consciencia de que la mayoría de metas que me puse en su día, carecían de un modelo a seguir, al menos, que yo conociera.

Jamás supe cómo lo lograría, ni existía un plan establecido. Los años, las ganas, el ensayo, los fracasos y la experiencia me han iluminado, poco a poco, el camino.

Lo que hoy es un proceso claro y preciso para mí, resultaría un mensaje confuso para mi yo del pasado.

Sin embargo, hay algo que sigue uniéndome a mi yo de entonces. Cualidades que no han perecido y que se mantienen tan o más vivas: fe en lo que hago, una llama interior voraz y los cojones necesarios para romper el statu quo al que nos someten desde una temprana edad.

Quizá esto último sea lo más complicado.

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Yo también estuve ahí, tomando la píldora azul, creyendo que uno se debía a sus principios y a una serie de patrones culturales y sociales que ni siquiera me había planteado.

Yo también estuve ahí viendo cómo los anhelos se los llevaban otros, faltándome al respeto, incapaz de mover un dedo por mí mismo.

Porque ese dedo había aprendido a señalar las ambiciones de otros para tumbarlas o criticarlas.

Hoy echo la vista atrás y, sin ir más lejos, me asombra cómo todavía se cuestiona lo que dicen algunos (individuos y casos aislados) y se cree sin duda alguna lo que cuentan otros (por ejemplo, las cadenas de televisión, los tertulianos, cualquiera con un porrón de seguidores), a sabiendas de los intereses políticos y económicos que mueven sus bocas.

Me asombra cómo subestimamos la capacidad de algunas personas por ser desconocidas y aceptamos la de otras por el mero hecho de ocupar una posición privilegiada.

Con el tiempo, me he dado cuenta de que, si iba a vivir una sola vez, al menos, era mejor hacerlo con sentido y gusto.

Así que construí un lienzo, alejado del ruido, de los dedos acusadores y de las opinione. Un lugar en el que sólo tiene cabida lo que realmente mi importa, lo bello, lo ensencial. Y lo demás no es bienvenido.

Y no lo siento al decir que mi vida no es un estado democrático, pues tampoco debería serlo la de nadie.

Todo el mundo debería ser capaz de vivir bajo sus principios, aunque estos hayan sido unfluenciados por las ideas de otros y después cuestinados.

Todo el mundo debería ser capaz de vivir asumiendo la responsabilidad del lugar que ocupa, sin echarle la culpa a los demás.

Escuchar a quien tiene algo constructivo que aportar y desechar a quien dice nada.

En la montaña hay setas comestibles y otras tóxicas.

Para dar lo mejor de nosotros hay que acabar con esa necesidad de validación constante.

Cuanto antes asumamos que a nadie le importa un carajo lo que hagamos, mejor.

Hay quien se ofenderá, pues yo pensaba lo mismo hace diez años, pero esto no es incompatible con otros valores, siempre y cuando seamos nosotros los que decidamos y no el yugo impuesto por otra persona.

Cuando vuelvo a leer las anotaciones en los cuadernos, me doy cuenta de que, más allá de arriesgar y poner la carne sobre la parrilla, tener epifanías y marcarme objetivos, lo más complicado del camino fue eso, romper el auténtico cascarón que nos atrapa.

Si tienes sueños, paga el peaje y ve a por ellos.