Fantasmas y demonios

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Todos tenemos fantasmas. Y también demonios. Los míos salen de vez en cuando, sin avisar. A veces, juntos. Otras, separados.
En ocasiones levanto el pie del acelerador cuando voy cuesta abajo, creyendo que está todo bajo control, pero no siempre es así y descarrilo. Sucede a menudo y, pese a los golpes, suelo recuperarme con decencia. Me nutro de lo que recuerdo, pero también de lo que no. Para bien o para mal, alguien me dijo una vez que somos el total de las caretas que usamos a diario, incluso cuando no sentimos que las llevamos puestas.
El domingo, en ocasiones, es aterrador, sobre todo cuando el cielo está gris, el viento azota y el aire es gélido como en aquellos días en el centro de Europa. Me transporto, sin quererlo, en nebulosas de recuerdos, en pasajes que preferiría no experimentar de nuevo. Luego llego a casa, preparo café y me doy cuenta de que la vida no es más que perspectiva. En internet la gente airea lo bien que está y lo mal que se siente. Yo escribo, para mí y para todos. Como terapia, como pasatiempo y como forma de contar por escrito lo que no puedo decir en voz alta. Después leo hasta quedarme dormido. Sé que al día siguiente, todo se verá con otra luz. Al menos, así lo espero.

Cuando pasan los días y me he olvidado de la pesadumbre del domingo, me observo en la distancia y analizo esos sentimientos, con cierto romanticismo, con cierta nostalgia. Ni siquiera sirven para hacer un drama, pero había que pasar por ellos una vez más. Me resulta curioso que sólo proyectemos sentimientos magnificados, como si los tonos grises no formaran parte de nuestra existencia. Soy de los que piensa que es mejor así. Lo mundano nunca ha tenido lugar en la ficción.

Por suerte, los demonios y los fantasmas se fueron, hasta más ver. El despertador suena antes de lo que me hubiese gustado, vuelvo a preparar café y a ponerme frente al teclado. Pero ya no importa. Vuelvo a ser yo, el viento se ha ido y el sol ha vuelto a salir. Después de todo, ya no es domingo. Era una cuestión de tiempo.