Filosofía

Hace mucho que la filosofía juega un papel importante en mi vida.

Todos necesitamos pilares en los que apoyarnos, respuestas en las que creer e historias a las que prestar atención.

Todo está en nuestra cabeza.

Todavía recuerdo mi primer acercamiento a lo que sería el pilar de mi futuro.

El cine logró en un par de horas lo que el sistema educativo no fue capaz de hacer: acercarme a la visión de las ideas de algunos intelectuales que, poco a poco, se perdían en el tiempo y carecían de importancia en la sociedad en la que vivimos.

Con ‘El club de la lucha’ descubrí el estoicismo de Séneca y Marco Aurelio, y el nihilismo de Nietzsche.

Con ‘Matrix’ entendí que debía salir de la caverna de Platón.

Ideas difíciles de transmitir por un adulto que supuestamente se prepara para ello.

Dedicarme a la escritura me ayudó a entenderlo todo, más aún, cuando los resultados no aparecen, pero uno es consciente de que va por el buen camino.

Me ayudó a entenderlo porque estaba perdido.

Había optado por elegir uno de los estilos de vida más sufridos que existen.

Pero no me importaba. Era lo que me llenaba.

Con el tiempo he aprendido de que la brecha social que existe entre grupos sociales es más visible de lo que creemos.

Por un lado, están quienes viven veinticuatro horas conectados a un microorganismo de falsa relevancia: la red, las redes, la tela de araña de contactos, amigos y desconocidos.

Un entramado creado bajo el yugo de las inseguridades de cada uno, la percepción de la realidad que se tiene y la búsqueda constante de atención que no se recibe fuera.

La falsa creencia de poder ser desde el sofá lo que no se es capaz de lograr fuera de casa.

Por otro lado, están aquellos que viven ajenos a casi todo, que viven en una realidad compartida entre lo tradicional (la prensa, la televisión, la radio) y lo nuevo (las redes). Personas que siguen creyendo que las cosas funcionan de cierta manera, escépticos a todo cambio, desdeñosos cuando escuchan que la suerte no es un factor sino algo tangible.

Finalmente, nos encontramos quienes vivimos a caballo entre un grupo y otro, insatisfechos, rebeldes, agotados, pero cargados de esperanza.

El grupo que lucha por detener las balas con las manos para demostrarle al resto (en lugar de a sí mismos) que existe otra vida (la cual no han experimentado).

En ninguno de los casos, nadie se salva de caer en su propia trampa.

Una trampa que no se soluciona con un fin de semana en el campo, alejado de la ciudad, ni un viaje a la India, ni tampoco con un seminario de meditación.

No se puede estar toda la vida escapando de nuestra sombra.

Por esa razón, comencé a tomar en serio lo que otros nombres, con más relevancia que el mío, pensaron hasta convencerse de estar en lo cierto.

Personas cuyas palabras, en muchos casos, tenían más trascendencia que las mías.

Comencé a leer, a absorber una idea y dejé de prestar atención a los ingeniosos 140 caracteres de un desconocido o el pie de foto de una cuenta de Instagram.

Liberarse del entorno, de lo externo, para apoyarse en lo único que puede controlar, el fuero interno, tal y como decía Marco Aurelio.

Aceptar que no significamos nada, sobre todo, en esos días en los que las cosas no salen tal y como pensamos.

Nos hemos acomodado tanto a un entorno aparentemente seguro, que olvidamos entrenar los instintos que llevamos del mundo animal.

Así que, después de mucho tiempo de victorias y derrotas, de darle más importancia a las cosas de la que realmente tenían; años de frustración y sueños rotos que sólo me demostraron que la única verdad era que seguía vivo; decidí tomar aquello que me ayudaba a crecer en diferentes aspectos de mi vida, sin importar la opinión ajena.

Me planteé en qué quería convertirme, cuál sería mi camino, al detalle, con números y letras, bajo mis principios. Lo escribí todo en un cuaderno.

Me hice preguntas. Quizá demasiadas.

Busqué hacia lo más profundo.

Me llevó semanas.

Me dolió meses.

Y comencé a aceptar quién era.

Tan pronto como sentí que ya estaba preparado, reformulé la propuesta y me pregunté finalmente si realmente merecía la pena todo ese sacrificio, a pesar de desconocer si lo alcanzaría, a pesar de tener que enfrentarme a mis demonios más profundos y tragar con comentarios que no quería escuchar.

Pero, si no, ¿qué sentido tenía seguir vivo?

Ya había probado el modelo que me habían dado y no estaba cómodo con él.

Así que tomé acción.

Reduje el consumo de opiniones insulsas, de comentarios gratuitos, aprendí a escuchar entre tanto ruido y me di cuenta de dos cosas: que el ocio se termina convirtiendo en un vicio y que existen ciertos temas en los que nuestro margen de acción es casi nulo pero en los que nos implicamos emocionalmente demasiado.

Para muchos, su único fin es tener la razón.

Yo prefiero tener resultados.

Después de años, sigo agradeciendo la existencia de la filosofía y de todas las enseñanzas que nos dejaron en el pasado.

Gracias a ellas me he transformado en un ser libre de cargas y miedos innecesarios.

Gracias a ellas, he aprendido a disfrutar de la vida desde que me levanto hasta que me acuesto, haciendo lo que más me gusta, pese a que otros no lo vean así.

En un mundo moderno, donde la percepción de la realidad es tan moldeable como hacer clic en el ratón, es necesario hacerse preguntas, por mucho miedo que nos den sus respuestas.

Con el tiempo, es fácil darse cuenta de que está más presente de lo que creemos, de que es una herramienta vital para seguir creciendo.

Todo está en nuestra cabeza.