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Hace unas tres semanas que vivo alejado de la ciudad, el ruido, la gente y todo aquello que creemos que nos distrae cuando nos encontramos rodeados de coches y terrazas de bar.

Tres semanas que me han servido de mucho y me han sabido a poco pero, sobre todo, me han ayudado a entender varias cosas que no tenía del todo claras y a ordenar mis pensamientos.

No he aprovechado el tiempo como quería, ni tampoco he sido tan productivo como hube imaginado antes de llegar. Eran todo ilusiones, creencias falsas. No me culpo. Pensé que huir me ayudaría a centrarme.

Me vine dispuesto a descansar, a sacar el tiempo libre que no había tenido a lo largo del año anterior. Pensé que sería una buena oportunidad para ponerme en forma, comer bien y disfrutar del aire puro. Cargué algunas lecturas en el Kindle y me dejé llevar por la carretera que me llevaría a mi destino.

Tres semanas después y bajo el agotamiento de una ola de calor procedente del sur, ahora puedo decir que mis problemas eran otros, pero que lo hecho aquí, se podría haber llevado a cabo en cualquier otro lugar.

Vivimos con la ilusión de que la naturaleza nos ayuda a conectar con nuestro yo interior y, aunque es cierto, tan pronto como nos acostumbramos, volvemos a caer en lo de siempre. Es difícil reconectar con lo que sea si no damos solución al problema que arrastramos de casa.

A menudo me he acordado de un reportaje que vi sobre Paul Miller y el año que estuvo sin internet.

Reconozco que estar aquí me ha ayudado a pensar con más claridad, no por el entorno sino por la ausencia de distracciones -más allá de internet y del perro- y un tictac constante que obligaba a centrarme. Reflexionar es un ejercicio fundamental, aterrador. Más todavía si no deseamos enfrentarnos a las preguntas por miedo a las respuestas -que ya sabemos-. Pensar a solas puede llegar a ser doloroso, porque no hay nadie a quien llorarle y porque no nos queda otra que tragar y enfrentarnos a la verdad: la nuestra.

Sin darnos cuenta, hemos basado nuestros hábitos en las opiniones ajenas. Quizá hayamos dejado de preguntar a nuestros allegados para mostrar seguridad, pero tecleamos en Google en busca de recomendaciones. Antes leíamos a la psicóloga o al especialista con chaqueta de tweed. Hoy leemos las opiniones de desconocidos en los diarios, en las tiendas online y en las revistas digitales. Un tuitero es capaz de encender o apagar nuestro día. Me asombra esto, sobre todo, porque la mayoría son personas que no se atreven a poner una foto con su cara.

Y es aquí, entre almendros -o donde sea que no haya 3G-, cuando ya no queda nada ni nadie a quien preguntar, donde florece esa verdad espinosa como un cardo. Pero, ¿y si no nos gusta lo que hay? Mala suerte. Ese es nuestro problema y hay que lidiar con él, de un modo u otro. Te has dado cuenta de que es hora de dejar de seguir esas cuentas de Instagram que hablan de vinos que no vas a probar -de momento-, de viajes que no vas a hacer y de libros que no piensas leer, porque tienes un tren que coger y ves que se escapa.

Puede que haya llegado la hora de romper con esa persona de la que ya no estamos enamorados, o aprender a vivir en una rutina mientras la parcheamos con válvulas de escape. Tal vez sea hora de cambiar de trabajo, de amigos, de ciudad, de corte de pelo, de vestimenta o adaptarnos lo mejor posible al entorno en el que nos hemos criado.

Alguien decía que la imagen del perdedor vende y empatiza, que a nadie le caen bien los que tienen éxito. Yo añado que en la línea de meta todos abrazan al ganador.

No será aquí donde esté la solución, pues considero que cada persona debe manejar sus quehaceres sin importarle a nadie más.

Si tenemos el poder para hacerlo, también lo poseemos para deshacerlo. Y el resto son excusas. La vida no es tan complicada. Está para disfrutarla, para hacer lo que nos venga en gana y para sobrevivir cuando toca. Lo complicado es el sistema de normas y leyes en el que nos enseñan a vivir, moldeándonos desde bien pequeños. Venimos de donde venimos y no fue nuestra elección. Más vale aceptar que llegar a unos sitios siempre costará más que a otros.