Hábitos, costumbres y tradiciones

Verano, por llamarlo de algún modo. De mierda, adjetivado así para muchos. Tal vez, para los españoles, el verano esté relacionado con el periodo vacacional, los meses de julio y agosto, el buen tiempo -al que nos habíamos habituado antes de coger las maletas y salir de casa- y las pocas ganas de trabajar, así, en general. El verano apetece, así como tomar un descanso, así como apetece siempre un viernes, sabiendo que por muy malo que éste sea, el sábado nos curará de espanto. Me sorprende que, a finales de julio, tenga que salir de casa con una chaqueta de primavera, que haya 15 grados por la mañana y el sol no se vea desde hace tres días. Me adapto, pero no me acostumbro. Sin embargo, soy de los que prefiere dejar los dramas a un lado, concentrarme en el ritual del viernes, las compras semanales, esa cerveza fría disfrutada, el vermut del aperitivo, la película de la semana. Me he hecho a mí mismo, un hombre de hábitos, poco habituado a sí mismo, pero sí a las rutinas. Me sorprende que la gente ya no se mire -un tema siempre recurrente- ni hable en las esperas; me sorprende que me hayan preguntado si llevaba mucho esperando -hacía tiempo que nadie lo hacía- y, no obstante, no me sorprende que el planeta se caliente como una patata. Es importante no perder los estribos, la educación o las rutinas. Internet es el peor lugar para ello, el peor lugar de todos, intangible, claro está.

Hace unos días, hablaba con una abogada sobre tradiciones, las que creamos nosotros, las que plantamos en nuestra historia. La belleza de crear tradiciones, de contar un por qué a los que llegarán más tarde, a los que nos leerán. Me dejo caer por las calles del centro de Varsovia, deambulando por el laberíntico subterráneo de la estación de trenes central. Cafeterías, bares, tráfico de gente, de teléfonos, de momentos en Snapchat.
Esta mañana paseaba por la calle Nowy Swiat (Nuevo Mundo) y he comprobado que van a abrir otra cafetería de franquicia. Antes hubo una tienda de ultramarinos. Lo recuerdo bien. Había estado varias veces, comprando cervezas y patatas fritas. Las tiendas de ultramarinos son una alegoría del siglo pasado en este país -como lo fueron en España- que todavía tienen su encanto. No tengo fotos, ni selfis, ni momentos grabados con una navaja sobre la madera. Todo lo que queda es un recuerdo, un par de amigos que pueden corroborarlo y estas palabras a modo de homenaje. Pero me reitero, cero dramas, mejor así. Reconozco que cuando he visto el cartel, me he preguntado si mis principios también son reemplazables; si mis hábitos terminarán siendo absorbidos por los de una franquicia humana -si no lo han sido ya-. Debe de ser la crisis de los casi 30 o este cielo nublado y pordiosero. Mi hermano me decía si era un cool-kid, a lo que respondí que no -rotundo -, agotado, porque hace tiempo que hacerse-el-guay es agua pasada en mi vida -así como las series televisión, los actores de cine, Youtube, las revistas musicales, Franzen, los escritores, los críticos literarios, los blogs, los festivales y una larga lista de etcéteras que se amontonan en la cola de espera porque 24 horas no dan más de sí-.
Redes sociales unidireccionales, perfiles en los que el famoso de turno publica y se niega a contestar a los que le inflan el ego. Padres primerizos que exponen su vida -y la de sus hijos-, para después atacar a Telecinco. Por eso, mejor volver a los hábitos, a lo tradicional, al viernes de felicidad momentánea, de dar una vuelta con el coche, las gafas de sol puestas -de pasta-, escuchar canciones del iPod y cantar a pleno pulmón con la ventanilla bajada. Alcohol y desenfreno -para quien tenga agallas- o libro, vermut, cerveza bien fría, plato caliente y buena compañía, porque sí, no hace falta más, tener tareas pendientes, la mente ocupada, debértelo a ti, sólo a ti, creer en la belleza de lo propio, de tus propias costumbres, de la simplicidad.
Al fin y al cabo, sólo se trata de eso -y de vivir la vida, que son dos días, y medio del viernes-.