Hacia rutas salvajes

Sigo sin acostumbrarme al horario de verano, a las oscuras y frías mañanas, a los mediodías calurosos y a las tardes interminables. Sin darme cuenta, la primavera ya está aquí, los árboles que asoman por el balcón florecen y muchos de mis proyectos siguen en el aire. Me muevo por la ciudad como un pez en un mar que conoce, en una pecera enorme llena de figuras que ya he visto antes.

Desde que comenzó el año, no sé muy bien qué ha pasado para llegar hasta aquí, aunque sé lo que no ha ocurrido. Tres meses, casi uno entero enfermo debido al famoso virus y a la vida de quien trasnocha. Las páginas no avanzan, las anécdotas se amontonan, la famosa historia se convierte en una montaña más alta que el Himalaya y en el Jazz Bar de Huertas ya saben lo que voy a pedir cuando me ven entrar por la puerta.

Rompo la pantalla del teléfono sin quererlo, igual que olvido los nombres de las chicas que me besaron y de las que no. Hay dos llamadas perdidas de un número extranjero en el registro telefónico. Cambio de barrios, de calles, de lugares, como quien cambia de abrigo para no ser reconocido. Cambio de ambientes para que el tiempo haga su labor, barra y olvide lo sucedido.

La ciudad me arropa de noche y me destruye por el día como a un vampiro. Y, mientras tanto, escribo, avanzo, me peleo conmigo mismo y siento que estoy en el mismo punto que hace seis meses atrás, cuando el infernal calor del verano derretía mis dedos sobre las teclas.

Otra historia que se escapa de mi razón, de lo previsto, de los dedos, del propio sentido común. Entonces me pregunto qué he aprendido, por qué he llegado hasta este punto, una vez más, sin mejorar los errores de mi versión anterior. No tengo respuesta para ello, pues me prometí que no volvería a suceder, que no volvería a dejarme el alma hasta quedar seco. Pero sucede de nuevo, no sólo en la escritura, sino también en la vida diaria. Uno cae tantas veces que ya está listo para levantarse.

Hay quien idealiza ciertas vidas bohemias, sus estilos, hacer aquello que no está al alcance de uno mismo. Por suerte o por desgracia, todo está al alcance y no hace falta ser un genio para emular ciertas actitudes. Sin embargo, no se elige ser un lobo ni tampoco un ratón. Con el paso de los años, he aprendido a ver cuál es mi naturaleza.

Estos días de Cuaresma, intento ser mejor persona, escucho a Chet Baker y siento su melancolía y un sentimiento puro. Estos días de desorden y tareas, pongo fin, de una vez por todas a algo, me busco dos años atrás y me doy cuenta de lo poco que he cambiado en algunos aspectos.

Ha llegado la hora de hacer barbecho, desaparecer por un tiempo del asfalto, del ruido, del humo; aclarar la mente y creer que la ciudad y su noche no te echarán de menos, al menos, no tanto como tú a ellas, aunque los demonios te susurren lo contrario. Sé lo que tengo que hacer, porque ya lo he hecho antes, y sé qué es lo correcto. No me quiero ir de este mundo sin realizar los pocos sueños que tengo y, aunque ya he realizado algunos, he aprendido que escuchando a los demás, no se llega a ninguna parte.