Imperfecta

 

Comienzas a darte cuenta de que te mueves en otra órbita cuando a menudo sientes que la conversación no va contigo.

Estaba allí sentado en una de esas mesas redondas de madera, en uno de aquellos bares viejos de tono castizo en el barrio de moda de la ciudad. Estaba allí como podría haber estado en mi casa, pero la necesidad de rodearme de gente de vez en cuando me reforzaba mi convicción de que me encontraba mejor solo.
Todos tan modernos y yo tan arcaico que una de las chicas se sorprendió al ver que en mi teléfono móvil tenía una lista de reproducción de Led Zeppelin.
— ¿De verdad?
— Pues claro — dije.

Le podía haber dicho más, le podía haber explicado que una guitarra me transmitía más que la electrónica que escuchaba ella en ese antro berlinés, pero era una pérdida de tiempo. No había más que vernos, todos vestidos de negro y yo con una de las camisas que nunca me quitaba. Sin embargo, todo eso era secundario, me resbalaba bastante. Lo importante de la vida no era lo escucharas o lo que te metieras a las tres de la mañana en un club alemán, sino cómo vibraras a diario.
Tu vida, tu pensamiento, tu sonrisa, tu forma de empatizar o demonizar al otro.

Los tiempos no habían cambiado tanto. Viajar para ver mundo o para contárselo a los demás. En ambos casos, sin un propósito. La tecnología nos había ahorrado mucho tiempo perdido, como el de ir a tomar el café y ver aquellos álbumes de fotos insufribles. Cuando opté por marcharme al pensar en mi cama más que en lo que restaba de noche, me pidieron que me quedara un poco más, y yo, que me dejo llevar con facilidad, pedí otra cerveza y regresé a mi sitio.

Al rato, salimos de allí y atravesamos el centro de Madrid con sus luces de colores, los bares de San Bernardo que servían las últimas cañas y preparaban los cafés del día siguiente, el edificio de Callao, el bullicio de la noche y la caza de taxis que se corría en la Gran Vía.

Pese a lo demonizado que estuviera todo, me encontré feliz en el momento en el que vivía. Ningún pasado fue mejor, o tal vez sí, qué importaba. A mí me había tocado vivir el presente, el de las pantallas portátiles y los auriculares inalámbricos.

Tenía dos opciones: lamentarme o ser feliz.

Me despedí, caminé cuesta abajo y comprobé la hora en el teléfono. Eran las dos de la madrugada y la calle tenía el aspecto de una tarde de invierno con aire festivo.
Una notificación saltó en la pantalla. La abrí y comprobé la foto de Instagram. Era esa chica del pasado.

Le iba bien, todo parecía colorido, compuesto al detalle. Ella me había enviado la foto.

Decidí no responder, poner mi atención en los pasos, oler la brisa y sentir el frío en aquella vida imperfectamente perfecta.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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