Infierno

 

Fue una decisión acertada, reflexiono al mirar el viejo New Beetle negro de 2007 que tantas alegrías y tantos dolores de cabeza me ha dado. Me encuentro solo en el garaje, en un lugar que jamás hube imaginado.

Huele a neumático y a aceite de coche.

Pancho, mi perro, me mira cabizbajo.

Fue una decisión acertada haber seguido mi intuición todo este tiempo.

La vida sigue sorprendiéndome con facilidad, algo que recibo con gratitud. Pero no todo lo que me ha sucedido ha sido bonito. De hecho, mejor así, porque es el único modo de distinguir entre colores.

Quien le abre la puerta al Diablo y es capaz de echarle a patadas de su casa, nunca más vuelve a temer.

Hace un año exacto, el chucho ni siquiera había llegado a mi vida, escribía en un apartamento costero a escasos metros de la playa y me enfrentaba a uno de los episodios más oscuros de mi vida -uno de los más silenciosos- y terminaba el año habiendo regresado del extranjero después de cinco años de aventura.

Era feliz: dedicaba mis días a la escritura, a pasear por la orilla y volvía a estar en forma… aunque duró poco.

Mientras el entorno seguía mirando el reloj de arena caer, decidí recluirme en mis quehaceres como un ermitaño, escribir sin cese las mejores historias y buscar la forma de reencontrarme y digerir toda la mierda que arrastraba de los años anteriores, un ejercicio necesario y peligroso.

A veces, la respuesta a nuestras propias preguntas puede generar un cambio irreversible.

Durante ese tiempo publiqué nueve libros, uno tras otro, ahorré todo lo que ganaba, quemé la discografía de Mac DeMarco, bebí mucho café y también mucha cerveza.
En ocasiones, me sentía como Bukowski conduciendo hasta el supermercado y cargando el maletero de latas.

Photo by Pereanu Sebastian on Unsplash

 

Los momentos de soledad se hacían cada vez más intensos, como un ritual en el que cada cuestión tenía su reflexión. La escritura fue un punto de apoyo para contar y expresar todo aquello que me abrumaba y que no podía decir en alto porque acabaría siendo señalado.

Fue entonces cuando me di cuenta de que era un escritor sin necesitar la aprobación de nadie, una paradoja que no se repite demasiado. A un arquitecto nadie le cuestiona, pues tiene un título. Lo mismo con un médico o una ingeniera.

Quienes escribimos, normalmente, necesitamos que alguien nos diga cuál es nuestro oficio porque arrastramos el síndrome del impostor todo el tiempo.

Al menos, hasta que nos publican en algún diario, sacamos una novela o ponen nuestra foto en una revista.

Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza.

Estas palabras de color oscuro

Vi escritas en lo alto de una puerta;

Y yo: “Maestro, es grave su sentido”.

Y, cual persona cauta, él me repuso:

“Debes aquí dejar todo recelo;

Debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho

En que verás las gentes doloridas,

Que perdieron el bien del intelecto”.

Extracto de Divina Comedia de Dante.

Lentamente, tras un periodo lento y laborioso, di respuesta a todas las incógnitas que me abrumaban y salí fortalecido, renaciendo como un fénix y cerrando una etapa a la que no desearía regresar, pero que me alegraba de haber vivido.

Un año después, uno de los cuadernos de notas de entonces se me abre por casualidad. Leo apuntes, oraciones que escribía entonces y me doy cuenta de lo importante que es pasar por momentos como esos.

Se habla mucho de salud física, la cual es importante, pero todavía la salud mental es un tabú en la sociedad.

Poco sé sobre los demás, aunque sé lo tuve dentro.

No necesitaba un terapeuta que me hiciera preguntas y me sacara los billetes cada vez que visitaba la consulta. No necesitaba a otra persona que me hiciera un diagnóstico. Lo mío fue una catarsis, una diarrea emocional que se curó con un poco de ayuno.

Una respuesta a veintisiete años de preguntas.

Cada día perdemos más capacidad de supervivencia, y ya no hablo de la habilidad para cazar, sino de la capacidad para sobrevivir. Por un lado, aceptamos las imposiciones sociales de un sistema que ni siquiera cuestionamos (ve a la escuela, ve a la universidad, busca un trabajo y forma una familia) y, por otro, preferimos limitar nuestra capacidad de reflexión por miedo a las respuestas acudiendo a las válvulas de escape de nuestra generación (el pan y circo romano no era muy diferente a lo que hoy es el fútbol, los programas de televisión o las series de Netflix).

Mientras nos desbordan las mismas inseguridades de hace 500 años (encajar en el modelo social, ya sea paseando por la plaza del pueblo o logrando corazones en Instagram), nos negamos a leer los que sí tuvieron tiempo para escribir sobre ello (Aristóteles, Platón, Marco Aurelio, Séneca…) o sus contemporáneos (adaptados al habla coloquial, pero repitiendo la misma idea trillada) y, peor todavía, dejamos de escuchar a nuestra intuición, al corazón o a como se le quiera llamar.

Dejamos de sembrar el camino que nos lleva al bienestar y que no es otro por el que estamos guiados.

Y no va a ser sencillo llegar a él, porque lo bueno no resulta fácil, ni tampoco cómodo. Hay que tragar, trabajar de lo que no gusta, sacar tiempo cuando no hay, esforzarse cuando pierdes la confianza, silenciar el ruido cuando nadie confía en ti. Pero, si crees en lo que haces, al final del día, habrá merecido la pena el resto.

Por otro lado, debo decir que el camino fácil nunca ha aportado nada bueno. Yo duré dos meses y renuncié a él de por vida. Otros tienen más aguante.

Cuando la verdad arde y la pasión germina, por muy bien que nos lo vendan, no será placentero calentar un puesto durante cuarenta o cincuenta años (con suerte) que nos recuerde a diario cómo desperdiciamos los días.

Doce meses después de aquel invierno helado en la playa, estoy agradecido por haber llegado hasta este garaje, a pesar de tener la sensación de estar comenzando de nuevo en mi viaje.

Agradecido por haber seguido mi brújula, haciendo casi siempre lo que he deseado, aunque no fuese lo correcto para otra gente, ni tampoco fácil ni agradable.

Agradecido por haber encontrado esa calma interior que hay quien añora y que es la razón por la que las consultas están llenas y las baldas de las librerías cargadas de libros acerca de la felicidad.

Venimos al mundo con todo lo que necesitamos. Sólo hay que escuchar dentro y no fuera.

Doce meses después he aprendido que el tiempo pasa rápido, la vida es corta y que, si vamos a pasar por este mundo de forma breve, mejor estar en paz con nosotros.

Suena sencillo, pero las apariencias siempre engañan.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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